Vistas desde mi balcón



 Nueva casa, nuevos retos, nuevas sensaciones y nuevas entradas de este encuentro con las imágenes y las palabras.


 Decía Platón que las imágenes se componen de las visibles y las inteligibles. Lo que no quedó nunca claro entre sus múltiples escritos fue la repercusión que causa el momento justo en el que se fusionan para regalarnos el encuentro entre lo real y lo sentido.


 Platón no vio a mis vecinos, a los perros de mis vecinos y a las macetas que cuelgan de sus ventanas. En tal caso, podría prevenirme de esta percepción innata del ser humano a verlo todo con un aire más literario y poético que pragmático. 


 Alzo la mirada desde mi cama y las vistas al Barrio de Gracia se me antojan llenas de calidez, de tonos hogareños que desde hacía mucho no resonaban en mis humildes escritos. 


 Vuelvo a escribir pero con una carga distinta. Ya no soy un ser foráneo, alguien lejos de casa, ahora me siento como una barcelonesa más.


 Bienvenidos de nuevo, las miradas regresan con más urgencia que nunca, pero hoy, los vagabundos se nombran exiliados, exiliados felices de su partida. 

Los secretos del mortero

   Tengo la terrible certeza de que en Andalucía no se sabe comer allioli. 

 Tenemos una rica gastronomía pero permítanme decirles a los insaciables de la salsa blancuzca que esa plasta no es aceite y ajo, es mayonesa. 

  Desde niña repugné dicha mezcla de huevo, aceite y ajo por lo pesado de su sustancia, lo empalagoso de su espesura y ese resabio a inacabado. Nunca entendí que lo llamaran alioli. Pensé que era alguna guarrada culinaria del extranjero exportada a nuestras mesas. Pero me equivoqué, al cielo gracias.

   Allá por el año 2006 un barcelonés distraído y experto en artes gastronómicas,  me enseñó las delicatessen del paladar catalán a base de un verano inolvidable por tascas y bares de una Cataluña más cercana y resguardada del turismo playero. Me había prometido llevarme a comer las delicias más recónditas de los pueblos aledaños de Sant Andreu de Llavaneras, pueblo costero del Masnou donde desde hacía años, pasaba los meses estivales en la residencia de descanso de mis tíos. De este modo, conocí las bien servidas escudellas, las escalivadas de pimiento, la frescura de un buen plato de esqueixada de bacalao,el siempre apetecible pa amb tomáquet y como no, acompañado del mejor vino de la comarca. Así fue como descubrí que aquella salsa horripilante se convertiría en uno de mis favoritos alicientes a los placeres del gusto. Se trataba de un plato de butifarra con "mongetes"(alubias). Delicia de "pageses". Al lado se encontraba el mortero amarillo. "Fotali!", dijo él. Y yo, temiendo que era mayonesa le respondí con una negativa señalando mi desagrado a la "mayo". Él rió y me contestó: "això, maca, no és un insult a la cuina, és allioli. No porta ou. Només oli i all. I està boníssim. Ase que prova ... vingui!". Y vaya que sí lo probé.


  Desde aquí quiero hacer un llamamiento a las manos mágicas de la hostelería española: hagan allioli. Pero el de siempre, por favor, les ruego que vuelvan a los orígenes andalusíes, romanos, ¡egipcios!y no acudan al pastiche del huevo en el que las industrias alimentarias se recrean sin ningún otro uso que el de ensuciar el nombre de esta maravilla culinaria. 


  Hora de comer. Tortilla de patatas y ensaladilla rusa. Mi tía abuela sevillana no olvida sus raíces por mucho allioli que valga y a mi petición de un menú más catalán, me responde con un "¡Vaya la Carmela! lo catalufa que se nos ha vuelto, ¡si quieres te cambio el gazpacho por pan con tomate y las torrijas por la crema catalana!". Y eso sí que no, yo no le vuelvo a dar un disgusto así, que la tierra tira lo suficiente como para admitir cuando el allioli juega fuera de casa.
     

Aviones sobre mis pies de arena

   Es curioso como el mar se adentra poco a poco en una ciudad hasta hacerla amante del asfalto. Aún más, si la ciudad de donde vienes únicamente tiene como pasión acuática a un río repleto de cochambres y desperdicios varios(véase "El Guadalquivir y sus misterios ilegítimos: pozo de hojalata y corrupción").  


   Aquí es distinto. Puedes aproximarte al puerto, caminito abajo de La Rambla, soñar con zarpar en los presuntuosos veleros, remolcar una menorquina hasta el cielo de Cadaqués o simplemente nadar rumbo a ninguna parte, como dicen por mis tierras: "Hasta que el cuerpo aguante". No son playas gaditanas de arena fina y blanca, viento arremolinado y paisajes panorámicos; tampoco piedras de furia salvaje por aquello de la Tramontana, pero saben saciar la nostalgia del marinero. 

   Tal vez sea por llevar el nombre de la patrona de los trabajadores del mar en mi DNI o quizá por haber sido concebida bajo las aguas de Neptuno (como bien decía mi madre las noches ebrias de fin de año) pero lo que sí es cierto es que lo marino me clama a voces. El verano se acerca tanto que quema (pese a estas lluvias tempestivas) y me agarran fuerte las ganas de precipitarme a la playa. Así que con bikini de lunares, toalla al hombro y gafas a lo Lennon me fui directita a la arena de Castelldefels. 

   El municipio del Castillo de los fieles como se traduce al castellano más exacto, se encuentra a unos 20 kms de Barcelona y es uno de los núcleos preferidos para tostarse al sol sin peligro del efecto guiri que asedia a la capital. Si bien tiene en su poder playas extensas y una población de 62.000 habitantes, es más conocida por residentes como Leo Messi o la figura cómica del Neng de Castefa, acérrimo seguidor de rutinas populachas y barriobajunas. 


   Por aquellos lares me encontraba, leyendo a un Alberti preso de un amor portuario, cuando el ensordecedor ruido de un boeing 747 hizo estremecer hasta las páginas de mi libro de bolsillo. Pronto salí de mi profundo trance y descubrí no sólo aviones de carga colosal, también las neveras con litronas, las sillas y sus abuelos de periódico y sombrero de paja, las parejas escandalosas y los pechos pequeños, los falsos y   los castigados, todos descubiertos; los niños con sobrepeso, las cicatrices con historia, las charlas sobre la Huelga General y los lametones de helado. Pasé la página y volví con Rafael...y con el regusto de un nuevo verano. 

La historia del Senyor Mamut



   Aquí todos conocen al gigantón del Senyor Mamut. Reside en el Parc de la Ciutadella, al final del Passeig de Lluís Campanys. Es un ser muy especial, ya que  permanece allí quieto e impasible desde el año 1907.

   La idea fue del naturalista Norbert Font i Sagué que, haciéndose eco de las modas burguesas de otros países, convenció a los organizadores de la Exposición Universal de 1888 con la ayuda de la Junta de Ciencias Naturales, a crear una serie de esculturas de especies animales prehistóricas y extinguidas a tamaño natural que serían realizadas en piedra. Así, el escultor Miquel Dalmau (no confundirse con presidentes del mundo futbolístico con final dantesco) creó a nuestro mamut en hormigón. Sin embargo, nunca se finalizó el proyecto, ya que la muerte del promotor de la idea impidió su continuación: colocar un amigo diplodocus a su lado.

   Así, el Senyor Mamut se quedó sólo reinando los terrenos del parque. De todos modos, Josep Fontsère con la ayuda de un joven Antoni Gaudí al urbanizar el parque, crearon un lago con patos(éstos de verdad) y una fuente preciosa con forma de cascada que embelleció el hogar que sería, posteriormente, del Senyor Mamut. Además, él suele entretenerse mirando a los paseantes que se dirigen al Zoo, al Museo de Geología, al de Zoología o al Jardín Botánico. Le encanta observarlo todo. Dice, se suele sentir testigo de los días.

   No es mamut de palabra fácil pero gusta de la compañía de niños y turistas que se columpian en sus colmillos para hacerse una fotografía con él. Se ha convertido en todo un símbolo para el parque que gobierna, siempre, con gran devoción y cariño. Es su casa y no hay quien no sepa de su existencia. Mide 3, 5 metros de altura y mantiene unas medidas de 5, 5 metros de largo. Nunca deja que su figura desmejore y aunque hayan transcurridos más de cien años, continúa manifestando su autoridad y belleza como antaño. Para ello, sí es cierto que ha debido exponerse a dos restauraciones: una primera durante el gobierno de Narcís Serra y otra segunda, a finales de los años noventa.

   Memoria no le falta, porte tampoco. Quizá una temporadita fuera, pues, como suele suspirar: "Debería haberme lanzado a la batalla con Aníbal...y las cosas hubieran sido distintas...o adentrarme en las filas de la Guerra Civil...que más de uno hubiera cobrado lo suyo por pintarme simbolitos y usarme como trinchera".

   Lo siento, Senyor Mamut, pero aún le queda mucho que ver y contar...¿un cacahuete?

Una invasión hitchcockriana


  El doce de abril salía a la luz una noticia en todos los diarios locales de Barcelona y en las webs y publicaciones animalistas del país. El ABC la titulaba: "Barcelona convoca un concurso público para matar 65.000 palomas". La web Ecologíaverde, sin embargo, se decantaba por: "Barcelona quiere matar a sus palomas". Y el  redactor jefe de Magazine de La Vanguardia, Albert Gimeno, escribía el artículo de opinión, unos días antes(9 de abril): "Pájaros"

  El resumen de los hechos es bastante simple: existe una superpoblación de palomas, gaviotas y cotorras que no permite controlar los índices de higiene de la ciudad. Ala. Pues como no, saltó la alarma para las grandes y pequeñas empresas dedicadas a las plagas animales, los ecologistas más sensibles, los periodistas sin temas, los ciudadanos despiertos y los políticos comprometidos que aquella mañana relucían de júbilo por su gran acierto profesional.

  Yo me mantuve indiferente ante la información, dictaminé mi parecer en el momento oportuno sin más boom noticiario que el de aquella conversación facilmente olvidada. Los días pasaron con sus anécdotas y sus rutinas, sus más y sus menos sin acordarme si quiera de las aves que sobrevuelan los gigantes de Barcelona. Pero un día volví a recordar cada una de las palabras de los animalistas, los columnistas, los ciudadanos y sus políticos.

   Se me antojó retozarme en la hierba toda una tarde de domingo en los jardines del Palau Reial, situado en la zona universitaria de la Diagonal, en el distrito de Les Corts. Regresaba de un lugar de Castellón terrible, invitada por unas amigas maravillosas a las que no cabía darles un no por respuesta. Tras observar aquel mastodonte de especulación, crimen al medio ambiente y pesadilla para los sentidos, tuve que exiliarme en algún rincón natural de la ciudad, un escondite para susceptibles mentes naturistas como la mía. Estos territorios formaban la masía de Can Feliu del S. XVII pero en 1862 pasó a formar parte del imperio arquitectónico de la familia Güell, añadiéndose con la masía colindante de Can Cuyàs de la Riera ascendiendo a los 30.000 m2. Fue entonces cuando los arquitectos Joan Martorell y Antoni Gaudí crearon la atmósfera perfecta para considerar realmente aquel espacio un palacio. En sus jardines, creación de Nicolau Maria Rubió i Tudurí, paso muchos días descansando, pues me coge cerca de casa y mantiene la tranquilidad de antiguos palacetes al servicio del populacho (el palacio pasó a ser propiedad de la familia real en 1918, para convertirse finalmente en los años de la II República, en un espacio público). 

  Tumbada en el césped, rodeada de extranjeras sin camiseta y amantes primaverales, cerré los ojos para sumergirme en la naturaleza del lugar. Cual fue mi sorpresa cuando la mater natura me respondía con graznidos horripilantes de unos bichos voladores verdes que se arrimaban a las ramas de un magnolio. Chillan.  Me hacen estremecer y hundir mi rostro en el jersey que tomo como almohada. Me giro a buscarlas y las alcanzo a ver en la otra ladera de césped. Allí, todas juntitas, verdes con su piquillo exótico. Cotorras.

   
    Si las ves de cerca, son bonitas, hasta les brillan las plumas. Pero no las escuches. No las toques. No quieras saber cuántas hay y qué crean con sus  gérmenes. Eso mismo me digo cuando deambulo por las ramblas, por la Plaça Sant Jaume y sus sedes, por el Pastís...aquello mismo pensé cuando regresé a casa aquel domingo, el día que descubrí Oropesa y las vacaciones ideales de Marina D'Or. Sí, habría que acabar con las plagas, pero con todas.

La Barcelona de los jabalíes

Parece mentira como la ciudad de Mirós, Hoteles Vela, Festivales Air Race, Fórums y restaurantes Dans le noir, acoge no sólo a lo más selecto. En Barcelona ciudad también corretean a sus anchas unos mamíferos de pelaje castaño, con vetas en lo alto del lomo de un color algo más oscuro, colmillos salientes de una boca babosa y un hocico redondo listo para rastrear hasta los más escondidos restos de comida. Y le encanta revolcarse por los barrazales. Ajá. Como leen. Jabalíes o si quieren mantenemos su nombre al más estilo retro: sus scrofa (por lo chic). 


A ver, señores, no confundan mis palabras. Yo no he dejado escrito en ninguna de mis líneas que mientras fotografían los innumerables guiris salmonetes la fachada de la Sagrada Familia, puedan comprobar la belleza  de estos salvajes animalillos. A lo que me refiero es a los alrededores de esta ciudad incomparable a ninguna otra. Sí, también por los cerdos salvajes. 


Existe un parque de 17 ha en el distrito de Sarriá - Sant Gervasi conocido por muchos niños por su castillo derruido, sus ponys esclavizados, sus columpios de última generación, su vegetación indomable, el trenecito de vapor y la cálida mirada de pajarillos, conejos, ardillas y demás especies del clima mediterráneo,  llamado el parc de l' Oreneta. Estos extensos jardines son el resultado de la suma de dos fincas rurales: la masía de Can Bonavia de la familia del Conde de Milà y el castillo de l' Oreneta de la familia Tous. Ese castillo, o lo que queda, es quien da nombre al recinto. Significa golondrina.


Un sábado a la tarde decidí aventurarme a pasear por esos lares con el motivo de memorar antiguas hazañas amorosas. No recordaba ni pizca de los sitios por los que anduvo esa Carmencita de dieciséis años, pero sin saber bien por qué me arriesgué a penetrar por entre los follajes del paisaje. Sólo me faltaba el látigo y el sombrero camel(el temor a las serpientes me persigue desde nacimiento). Encontré un escondite estudiantil bajo una higuera: un tocadiscos antiguo, un tocata medio moderno(entrada usb)y una carpeta misteriosa que me resistí a ojear. Con una mirada de asombro continué las andanzas. Descubrí: una casita de madera para pájaros, dos punketas fumando maría sobre una piedra a punto de desprenderse(lo hizo pero ya estaban demasiado colocados como para enterarse), una pareja de jóvenes amantes contra un cedro voyeur, un paquete de tabaco (¡entero!y con mechero), un ejemplar de La Vanguardia del año 2008 y un jabalí. 


Es un parque. Es más o menos normal encontrar este tipo de cosas. Sin embargo, cuando observé que entre la maleza algo se movía y que regurgitaba todo tipo de deshechos, me quedé inmóvil. Se mantuvo inquieto. Luego se acercó hasta mí con sus afiladitos colmillos y decidió dar la vuelta para seguir buscando entre los hierbajos. Hice algunas fotografías a lo Félix Rodríguez de la Fuente y corrí hasta dar con unos niños insoportables que se reían de mi imagen de fugitiva: con hojas entre el pelo, zapatos embarrados, arañitas por la espalda y cara desconcertante.


Ya de vuelta a casa, en la salida del parque, volví a encontrarme con un jabalí rebuscando entre la basura. Aquello me resolvió la duda de por qué todas las papeleras estaban bocabajo con los residuos por el suelo.


"Cambiados condes y señorones por cerdos salvajes", imaginé como póster de bienvenida al parque. Menuda paradoja la vida.

Masías de entendimiento


   
   Era sábado y hacía un sol primaveral. Soplaba el viento desde las montañas y no había ni una nube. Al menos en Collbató, un pueblecito a las faldas de la sierra mágica de Montserrat.


   Me invitaron a una comida familiar para celebrar el octogésimo tercer cumpleaños de una abuelita madrileña encantadora. Tal evento necesitaba de una masía repleta de animalitos granjeros: gallinas, burros, caballos, conejos y otros especímenes de igual porte. Una mesa de madera robusta nos daba la bienvenida a unas doce personas unidas por la cumpleañera.


  Cuando una andaluza cae en medio de una familia catalana es evidente que el tema del idioma ha de llevarse junto con el pa' amb tomaquet, a la boca. Es curioso como puede observarse las diferentes opiniones en una muestra más pequeña. Todos se dirigieron a mí en castellano pese a mi petición por lo contrario. 


  Una jovencita de no más de veinticinco años, sorprendida del increible respeto que les profesaba, defendía su lengua como única que debería impartirse en escuelas, universidades e instituciones. Creía que un pueblo también es su voz, y que su voz no debía ser callada y menos, por extranjeros, por muy del país que fueran. Su primo, algo mayor y padre de una princesita de rizos negros y paletas separadas, reprendía, no obstante, que ésa no era razón para ser cazurros sin cultura y aprender y usar el castellano, que una cultura también es la mezcla de otras y que nunca pueden caminar por separado, sino unidas. Entre tanto, un muchachito de nariz abocinada se limitaba a dar testimonios y citas históricas de cuánto había sido castigada Cataluña,  sosteniendo que hoy existía un paralelismo sincrónico. 

   La adorable abuelita tomó parte. Se levantó de su silla con ayuda de su bastón en una mano y con la otra, alzando los dedos, volvió a relatar la historia de aquella pequeña de dos años que perdió a su familia en los bombardeos de la guerra civil en la ciudad de Madrid, de cómo fue acogida en Barcelona por un matrimonio burgués, de sus lecciones de catalán, sus andanzas por Huesca junto a su marido y lo feliz que estaba de habernos congregado a todos, de haberla hecho salir un rato de su apacible casita de Badalona. Una lágrima cayó. Unas sonrisas cubrieron las chuletas con patatas cocidas y una manada de abrazos sacudieron a la mujercita coleccionista de arrugas. 

    Únicamente podía pensar que en el Congreso de los Diputados  faltaban más abuelitas y menos charlatanería.

   

La soledad del inframundo

   Nunca había pensado en lo sola que me hacen sentir las galerías del metro. Ni sus músicos tristes, ni el eco de las tuberías desgastadas. Ni siquiera había notado que los pasos lejanos de algún funcionario con maletín y zapatos negros acordonados, desencadenaran en mis latidos algún pálpito mundano de nostalgia y melancolía.



   Lo noté ayer una vez se terminó la batería de mi mp4.Había pasado una noche de cervezas en un bar al que solemos acudir algunos amigos cuando nos puede el aburrimiento o la sensiblería, cerca del Hospital Clinic. Venía de vuelta en la línea azul, la tres, con dirección Cornellá. Descendía los escalones hacia el universo subterréneo y paralelo cuando comprendí que Concha Buika, mi nueva cantante fetiche, dejaba el cante para otro día y prefería una buena siesta al desenfreno de la copla pausada. Me quedé desprovista de cuanto anhelaba en aquel momento, por lo que me metí de nuevo el aparato de música en el bolso enrollando sus correspondientes auriculares y alcé la marcha con destino a mi vagón. Busqué la T-10 en la cartera. Acerté a leer "Titol esgotat" y me paré en seco. En ese momento recordé que no me quedaba dinero debido a mi afición por la cebada y reculé. Revisé bolsillos, resquicios de mi bolso, hasta escote y calcetines, algunos céntimos, 40 exáctamente. Necesitaba un euro.

   En mis travesuras infantiles se puede encontrar la de quitarse los zapatos y calcetines, subirse la falda del uniforme y saquear viejas fuentes del centro de Sevilla, lugar donde abundan deseos en forma de moneda. Así que me remangué y comencé a peinar la zona. Nada por los alrededores de la basura, tampoco por la ventanilla de información. En ese momento, una mujer a lo Cindy Lauper pero con converses recién estrenadas, me piso el dedo que guiaba mi pesada tarea. Grité. Chillé más bien. Y no sólo no escuché una respuesta a mi onomatopéyico gritillo de cochinillo, tampoco vi un revés de cabeza mirando hacia mi persona enroscada en el suelo. Nada. Observé que además de llevar unas cintas verdes en el pelo, transportaba sobre su cabeza unos cascos dorados gigantes que, evidentemente, le imposibilitaban atender a cualquier otro movimiento en el mundo que el de sus estridentes melodías.

   Rabiando de dolor y sujetándome el dedo índice derecho, rojo como Buñol en fiestas, me arrastré hasta observar una moneda girando sin parar a medio metro de mí, justo en el control de tickets. A la Lauper de Barna se le había caído un tesoro de sus roídos bolsillos. Una vez comprado el pase, avancé por la vía mientras escuchaba los aullidos del vagón que se alejaba. Me quedé allí esperando, sosteniéndome el dedo, pero con una sonrisa de triunfadora. Nadie podía verla, pero tampoco importaba. Me entretuve mirando los productos de la máquina expendedora, los carteles de la Generalitat buscando cataloparlantes o simplemente, las vías vacías, eso sí, ni una rata. 

   A los pocos minutos aparecía el metro, con esas figuras, más parecidas a los maniquíes que a las personas, sentadas, en pie, leyendo, reflexionando...o escuchando música con sus reproductores musicales. Nadie me preguntó por qué llevaba todo el trayecto con la falange hacia arriba, ígneo y recalcitrante, los brazos y toda mi ropa repleta de manchas de grasa y algún que otro chicle pegado en el bolsillo trasero de mis pantalones. El metro siempre viaja en solitario.

De Frankfurt a Barcelona sólo hay un día de diferencia (2ª PARTE)

Así que entre cabezadita y revoloteo por los interiores aeroportuarios, me quedé escribiendo en una de las ya citadas sillas de petróleo plastificado. En el asiento de al lado encuentro un joven extremadamente delgado ("canijo", como dicen por mis tierras) con zapatos urbanos, vaqueros desgastados y trenca gris. Se encontraba deshilachado, con la cabeza entre las rodillas y sus brazos largos estirados hasta rozar el suelo. De repente, sale de su madriguera-cuerpo y me pregunta:"¿Qué vuelo coges?" con un acento difícil de definir(matices italianos, marcados sobre todo en palabras llanas pero con una clara entonación inglesa)

De este modo iniciamos una conversación que duró en torno a 3 horas. En ella, me contó los 2 días que llevaba durmiendo en el aeropuerto, su nacionalidad canadiense, sus estudios de filosofía y literatura en Bolonia (su ciudad de destino), el por qué de dicho viaje, las singularidades de Elena (el motivo del trayecto), su capacidad para amar y sus planes de futuro. Concluímos que:

- Alemania forma parte de los territorios más hostiles del mundo.
- Los italianos son conservadores, machistas pero pasionales.
- Elena no "fota" bien.


Llegaron mis amigas, que se dejaron caer por aquellos lares a eso de las 14 horas, pues partían a Estocolmo en unos instantes, por lo que me  despedí de Michael, deseándole suerte en su declaración de amor y acompañé a mis compatriotas hasta mi ya archiconocido control de seguridad. Tras la despedida (de nuevo...)y cierta nostalgia que sacudió mis pálpitos, aposté por un "durum" gigante y una tableta de chocolate pagados con los 50 euros que uno de mis angelitos suecos me prestó.

Estuve pensando en pasar todo el día en el aeropuerto, conociendo a más Michaels enamorados, fotografiando a parejas y a sus lloros de despedida... pero el señorito que vela por mi integridad sugirió (u ordenó...) que me hospedara en un hotel y descansara. Así que hice una lista de daños colaterales para decidir si  quedarme a dormir en el aterido suelo:

- Cansancio, hambre, posibles robos, incomodidad, guarros pervertidos,  manadas de fanáticos futboleros (ver daño anterior), frío y aburrimiento.

Toda esta serie de verdades, junto con la continua desazón de "como se entere me mata" hicieron que tomara un hospedaje, pues la idea brillante de pasar un día entero en un hotel cercano y un baño caliente hacieron que las aventuras aeroportuarias se las dejara a Tom y las burbujitas para una servidora.

Cuando llego a la recepción del hotel de enfrente, mi ánimo comienza a alarmarse, pues el precio ascendía a 46e, no a 30 como me informaron. Corro hasta la tienda de souvenirs y golosinas y devuelvo la tableta sin abrir (1.60e), sin los cuales no llegaba. Céntimo a céntimo consigo mantenerme en el precio justo. Sin embargo, mis ojillos vigorosos advierten un cartel en el que se publicitan habitaciones por 30e. Me acerco al stand y un jovencito alemán- alemán telefonea para que me recojan. 

Llega a los 5m un hombre mayor, rozando los 70 años, grande, cojeando, con una gorra azul y unos zapatones enormes. Sonrisa acorde con su físico, amable, simpático, bonachón y paternalista. Pienso que también lo llamaré Michael. En un inglés básico charlamos por el camino nevado, de carreteras anchas y bosques frondosos. Llegamos a mi nuevo refugio. Es una casita preciosa de madera, con nieve por todas partes. Mi habitación se encuentra arriba. No tengo baño individual pero estoy sola en la casa, así que me pertenece. Además, disfruto de una terraza enorme para mí. Tarde de lectura, baño caliente, pijama, sueño y fotografías. Bendita soledad.

A la mañana siguiente, Michael me lleva al aeropuerto, me despido, paso el control, enseño el documento a la señorita azafata, subo las escaleras del avión, me siento, duermo. Llego a Girona. Cojo el autobús hasta Barcelona. 


Nunca pensé que pudiese añorar tanto mi estación Nord, mi parada de metro, mi línea verde...


Un "mi" delante de esta ciudad que me sabe a reconfortable. Por fin en casa.





De Frankfurt a Barcelona sólo hay un día de diferencia (1ª PARTE)

Hay días, fechas, que no pueden olvidarse jamás. Algunos son cumpleaños familiares, otros, aniversarios de boda o defunción. Existen además unos mucho más difíciles de explicar. Se remiten a hechos anecdóticos que por lo extraño del suceso consiguen su prestigioso hueco en el recuerdo. Algunos de ellos se encuentran entre la temática: "Amigos y desconocidos" y "El amor y sus estupideces". Sin embargo, en esta ocasión, ninguno de estos campos de contenido refieren a mi, ya inolvidable, hazaña.


Tras pasar una semana en el Carnaval de Mainz y Frankfurt con dos amigas de la facultad, me dispuse al regreso al hogar añorado a la hora temprana de las 3 pm. Con la despedida azotando mis glándulas lacrimales y un frío gélido e inhóspito, avancé hasta la estación de trenes y buses, lugar donde por deducción lógica, había que coger el autobús que me llevaría una hora antes de mi vuelo, al aeropuerto de Frankfurt Hann.

Con el dinero justo y sin bufanda, conseguí traspasar el control de seguridad sin la menor incidencia y me senté en uno de los bancos de plástico blanco de la sala 2, destino: Girona, vuelo: 4424, hora: 6:40 en el día 17 de febr...¿17?¿17?sí, Carmelita, 17 de Febrero, MIÉRCOLES. Ojeo el documento acreditativo de Ryanair. La fecha no corresponde a la de hoy. En su lugar, aparece un bonito número 18 que se traduce en MAÑANA, JUEVES. Es decir, he sufrido un ataque de imbecilismo profundo, una enfermedad llamada: "Distracción momentánea difícil de definir en la que ser despistada, estar en la puta parra y padecer empanamiento agudo son uno más de los factores por los que te colocan el cartelito de DESASTRE".

Sudo como un pollito. Me río como una ratilla y sonrío como una coneja. Mi estado animal no me permite hacer más que una cosa: comerme la berlina rellena de mermelada de fresa que guardo en el bolsillo exterior de la maleta-carrito, de medidas útiles para el viaje de una ruin compañía aérea.

Una vez lleno el estómago me coloco en la fila que recién acaba de engendrarse ante la puerta de embarque. Ahora llega el momento en el que cuento un suceso de igual calibre: Estando yo en París con objeto de visitar a mi querubín, me disponía a regresar a la mía patria cuando en un lamentable estado de somnolencia me pasé por el arco del triunfo las normativas aéreas y aterricé en Barcelona, siendo mi verdadero destino, Sevilla.

Pues con este precedente, creí conveniente intentar traspasar las barreras azafateñas y encontrar un sitio entre tan publicitado avión. No obstante, y como sugería la lógica aplastante, esto no sucedió de tal modo y la mujercita huraña y agria me pronunció un "NEIN" que dejó mi alma desconsolada. 


Paraules i vins


   

   Creí que nunca lo encontraría. Jamás pensé que pudiera existir aquel templo dedicado a poetas y amantes del vino. Pero existe. Y si quieres resguardarte un ratito allí, sólo tienes que avanzar por la calle d' Elisabets hasta llegar al MACBA y en la esquina, donde unas cuantas mesas acogen a los turistas, verás un cartel en el que se aprecia a leer: (H) Original.

  Entré buscando un recital de poemas pronunciado por un actor llamado "el malabarista de paraules". Lo primero con lo que me topé fue una salita repleta de libros de poetas catalanes, ingleses, franceses, sudamericanos, contemporáneos o de la generación del 27, del siglo de las luces o romanceros medievales. Estanterías a lo largo del local saturadas de exiliados, premiados, olvidados, abandonados, nóbeles o románticos empedernidos. Sonreí. Me senté. Me dieron una carta con numerosas casas de vino. Le pedí al camarero que me aconsejara. Trajo una copa grande, voluminosa y abombada. Cune, Crianza, Rioja. Aroma, textura y sabor perfectos. Analicé el bar. No llegaba a comprender dónde se celebraba el espectáculo. Según mis contactos cada miércoles se organizaban y allí no había suficiente espacio. Además del vino, las pizarras señalaban tapas recomendadas, algunas expuestas en la barra, donde un señor de pelo largo y cano, de manos limpias, y encamisado, atendía cordialmente los gustos de la clientela. Le pregunté si era cierto que se reunían para leer poesía y afirmó, orgulloso como quien enseña su mejor colección de chapas. Señaló con un paño entre las manos el interior del bar, la actuación se realizaba dentro, tras pasar una sala más grande, acondicionada para almorzar o cenar de un modo más íntimo. Terminé mi copa y me adentré hasta la habitación. Algunos guiris, algunos paisanos y algunos autóctonos cenaban en unas mesas de madera oscura, iluminados por velas blancas y lamparitas trepaderas que escalaban las paredes de bloques de piedra. Consistía en un recinto dividido según qué intereses. Parecía que el solomillo de buey argentino con envoltura de setas de la mesa tres, propiedad de una rubia demasiado rubia, me estuviera hablando de sus muchas cualidades nutritivas.
   Seguí avanzando, como bien me indicó el señor del paño, por un pequeño desnivel que continuaba por un pasillo. A la derecha, la cocina. Un arco a modo de puerta me daba la bienvenida. Tímida e intentando ser silenciosa pese a mis andares torpes y discontinuos me asomé a ver a un muchacho disfrazado de Shakespeare que, sentado en un taburete encima del escenario, recitaba poemas en catalán. Estaba lleno. Las mesas y la barra. Pero avisté una sillita en una esquina y hasta allí me dirigí. Debería pedir una cerveza al menos. Pensé. Pero aún me daba más vergüenza volver a levantarme. Así que me quedé sentadita viendo el recital.
   Eran poesías suyas, sí, del jovencito delgado, perfil griego, de ojos negros penetrantes y catalán, catalán. Algunas eran de tono cómico y otras relataban historias del día a día. Mi nivel de entendimiento llegaba hasta las conversaciones que entablaba con el público pero al profundizar en expresiones retóricas y palabras alejadas del nivel básico 1, curso online facilitado por la Generalitat, mi cabecita empezó a denotar su habitual déficit de atención. Comencé a observar a los espectadores, los ropajes del apuesto actor, su ojos, sus zapatos roidos, los versos tirados en el suelo tras su lectura y su perfecta sonrisa. Y en su sonrisa estaba cuando se acercó a mí y me preguntó algo, algo que por supuesto no entendí, debido bien a mi despiste, bien a mi fijamiento inoportuno por una sonrisa traicionera que se había percatado de mi embelesamiento. La gente se reía. Me puso un cartel sobre la cabeza en el que acerté a leer un refrán típico pero con alguna gracia referida a la crisis. Roja como un tomate de mata agaché la cabeza y se acercó hasta otra víctima. Odio ese tipo de actuaciones en las que se interactúa con el público. Las odio.
   Finalmente terminó su recital con algunas poesías más y la gente y yo le aplaudimos con fuerza. Me acerqué a darle el cartel que había dejado en mi mesa. Me respondió con un merci. Volví a hipnotizarme con sus labios carnosos. Y me sonrió. En ese momento vino una niña de rastas rubias y le besó en los morros. Me sacudí la cabeza y me despedí con un adeu bastante lejano a sonar catalán. Salí del local.
   La poesía tiene que acabar con lágrimas, besos o gemidos pero no con un adeu andaluz. Así que como no nací para finales inacabados me senté en un escalón de la Plaça dels Àngels junto con adolescentes skaters y me inventé un final para esta historia en las páginas de mi cuaderno rojo. Ni el vino, ni las rimas ni las sonrisas perfectas habían conseguido arrancar una frase anecdótica, un beso improvisado o una noche literaria, no obstante, acordé con mi libreta que cada miércoles lo intentaría.

Flaquezas a la italiana

    Los caminos son pasos no acordados con nadie ni con nada, unicamente son pasos hacia delante,sin dejar de andar, sin permitir que alguien elija dónde quieres ir a parar.


  Quizá no encontré todo lo que esperaba en esta ciudad. Tal vez no hallé aquello que anhelaba, por lo que huí...pero estoy segura de que mi vida la guío tan sólo yo, mis errores y mis aciertos me pertenecen como mi sangre y mis labios, y perdonad la soberbia, me hace sentir fuerte,completa, viva.
   Hay un rincón llamado La Locanda que consigue que mis tristezas se conviertan en apetito, y como bien sabéis, las penas, con el estómago lleno, son menos penas. Es un local italiano, pequeñito, muy cerquita de la catedral, en el que argentinos y jovencitos preciosos de la bella Italia sirven lo mejor de la cocina de su tierra. Estos muchachitos de más de veinte años muestran no sólo una simpatía que acentúa el aroma de sus pizzas y pastas, también devuelven la ilusión por las cosas bien hechas. El vino, oloroso. La pasta, fresca. El risotto, recién hecho. Y la pizza...dios mío... la pizza como jamás la hayáis probado...gloria infinita. En mi opinión, la especial de la casa, llamada de igual nombre que el restaurante, consigue desplazar tu cuerpo hasta un mundo en el que la crema de trufas con jamón dulce te entregan la felicidad plena en forma de plato...de calabaza...de pera...acompañados con un simple toque de aceite, orégano y parmesano. ¿Y los postres? tengo por seguro que no habéis probado un tiramisú igual. Cremoso, suave, delicia de dioses, deleite de sentidos espolvoreado con cacao. Si lo preferís, también os recomiendo un helado de cava y limón con vodka. Si lo preferís, claro.
   Hice la solemne promesa de acudir aquí cada mes, pedir nuevos platos y abstraerme en su carta repleta de sabores de la Italia más deliciosa. Y hasta día de hoy, la he cumplido fielmente. Cuando las cosas no marchan del todo bien y la vida se te cae al suelo de repente, en un instante, cuesta mucho menos reaccionar a tiempo y encontrar una palabra que te saque del abismo o una solución oportuna a los males del momento. Sin embargo, no todo está perdido cuando en la calle Joaquim Pou los infortunios se hornean a fuego lento.

Vagones para invisibles

  
    Todos los trenes llevan algún destino marcado en su letrero. Y como personitas a veces cambian de decisión en el último momento y eligen no parar donde planearon, llegar algo más tarde o mucho más tarde, ir con paso tranquilo o acelerar en un revés.

   Mi facultad se encuentra en Tarragona, la Universitat Rovira i Virgili, así que he de partir cada mañana hacia la ciudad vecina desde la capital con Renfe. Bajo la calle Numancia en el bus de atrás de casa (10 m aprox.). Parada Estació de Sants. Corro directa a la vía. Paso el ticket mensual por la maquinita. Desciendo las escaleras. Me siento en el suelo con los demás transeuntes cotidáneos con los que me encuentro diariamente. Llega el tren. No es. Se produce la confusión en masa a causa de una viejecita que no sabe si éste es el de Reus. La marabunta se excita y empieza a preguntarse por el trayecto de su tren, si es el acertado, si no le convendría pillar uno hacie el aeropuerto y desaparecer del mundo unos cuantos años. Unos mochileros recorren vía arriba vía abajo el anden. Topan con mi cabecita entre la gente y me preguntan si hablo inglés. Respondo que a little y en un inglés con acento australiano me analizan la descomunal desorganización de esta estación, de España y sus transportes. Contesto desde mi más humilde nacionalidad española: This is Spain...and Renfe. Dejan la botellita de agua que estaban bebeiendo en el suelo y se alejan.

   De todos los viajes que he hecho hasta Tarragona, en un cálculo improvisado, habré cogido un 30 % de trenes en perfecto orden. No sólo en cuanto a la puntualidad, tamibién la organización, el número de asientos, las interferencias comunicativas, los destrozos mobiliarios...un sinfin de despropósitos varios que acentúan aquella marginalidad ibérica de la que muchos criticones extranjeros y autóctonos hablan a menudo.

   Los trenes que cojo al mediodía, casualmente, vienen y llegan a su hora. Otra franja horaria más complicada es el prime time ferroviario. Cuando salí de clase aquel día a las ocho de la tarde me desplacé hasta la estación ubicada frente al mar, cerca del puerto. Allí esperé 5 minutos hasta que apareció el tren con destino a Barcelona. Me aproximé hasta él. Había tanta gente que quería subirse que no podía ni alcanzar la puerta. Me aparté unos metros y decidí sentarme en un banco hasta que se calmaran y entraran todos. No fue así. Las personitas impacientes estaban enlatadas en los vagones, aplastados contra el cristal. Miré a un chico que estaba a mi lado, alto, delgado, con gafas rectangulares de un turquesa bastante inusual y una sonrisa que invitaba a la conversación. Me llamaban al móvil. Durante la conversación, aposté por un nuevo tren que no tardaría mucho en venir. Quince minutos de retraso y quince minutos hablando por teléfono. La voz conveniente avisó a los pasajeros de la entrada del tren. Mucha gente salió. Mucha gente entró. Yo entré. Él entró. Busqué plaza por los pasillos. Ni un sitio libre. Regresé a la salita que queda entre vagón y vagón y me apoyé a la pared. Miré a los siete silenciosos pasajeros que como yo, se habían quedado sin sentarse y sorpresa la mía cuando el muchachito de gafas turquesas se encontraba entre nosotros. Comenzamos a despotricar sobre la compañía estatal y sus servicios entre risas. Algunas estudiantes invertían el tiempo en subrayar apuntes, un cuarentón con bastante porte sonreía mirando al suelo. Una mujer muy delgada que rondaría los cincuenta lo ojeaba mientras yo la  observaba a ella. Pensé que harían buena pareja. Las gafas turquesas acechaban el libro que tenía entre las manos. Me preguntaron si estudiaba. El qué y el dónde. Le correspondí con las mismas. Psicólogo de vocación, profesor canino, casteller en la colla de su pueblo y unos ojos tímidos pero sinceros que descubrí en el momento que decidió limpiar sus anteojos.

   Unos y otros se van bajando en las siguientes paradas. Quedamos nosotros y una de las estudiantes. Me coge de la mano y me propone ir en búsqueda de asiento. Encontramos dos sitios con el respaldo hacia delante. Bien, pienso, no podré marearme. Estoy nerviosa. Está nervioso. Pero sn saber bien por qué no dejamos de hablar. Su nombre, Carmen, ¡pregúntale su nombre! De nuevo un Joan en mis andanzas... pero esta vez acierto a pronunciarlo bien tras unas leves introducciones al catalán: Yuan, Yoan, Juan. Todo un trayecto de una hora conversando sobre lo que espero de su ciudad, sobre aquello que dejé, sobre lo que llegará. Cuando llegamos nos pedimos los nombres para reencontrarnos en el facebook. Se marcha por una entrada del metro...yo por otra.

   Vuelvo a casa con una sensación agradable, plena. Me consta que puedo encontrar a personas por las calles, con las que puedo toparme de nuevo queriendo y sin querer. Nostalgia de mi ciudad pequeñita en la que los de allí nos llamamos vecinos, aquí son simplemente extraños. Somos fantasmas, masas difusas que deambulamos por nuestros recorridos mecánicos hacia el mismo destino cada uno de nuestros días. Pero a veces la monotonía se rompe y conoces a un Joan de gafas turquesas que te hace plantearte si los invisibles se reúnen cuando Renfe pierde la precisión.

De cómo Freddy empapó las nostalgias


   Las fuentes han llegado a ser una de las atracciones más visitadas por los turistas, de calcetines + sandalias y también de los que no las llevan.


  En mi curriculum sobre vida turística, puedo rellenar en dos ocasiones la casilla de encuentro de luces y música en la montaña histórica de Montjuïc. Una fue muy de noche, con unos amigos de mi prima, tras su sesión de catequesis para la confirmación de la fe cristiana. Recuerdo el frío. Llevaba una bufanda color burdeos, pantalón vaquero (bajo el cual me abrigaban unas tupidas medias), tres jerseys de cuello alto, un abrigo de pana negro y unas de esas deportivas mastodónticas que venden en las tiendas surferas. Llevaba el pelo recogido y unos guantes amarillos que le había robado al bolso de mi madre. Alguien portaba una cámara fotográfica, de las primeras digitales y estuvo todo el espectáculo retratándonos con su nueva adquisición tecnológica.


   Montjüic es una montaña que está en el mismo centro de la ciudad y cuenta con unos 170 metros de altura. Se ha usado como fortificación, cementerio judío (de ahí su nombre: monte judio), pero sin duda, su actual función ha sido la más provechosa. Allí se encuentran las noches del Poble Espanyol, la Anella Olímpica y el Palau Sant Jordi, los resquicios de Van der Rohe y una oferta cultural impresionante gracias al Caixa Forum y al precioso y enorme MNAC. Y también tiene una fuente de colores que a los de fuera, les entusiasma.


   Para acceder a Montjüic hay que subir una serie de escaleras con dirección el MNAC desde Plaça Espanya. Salgo del metro, admiro la gigantesca plaza y su tráfico, giro a la derecha 180º y ahí está. Una fuente enorme en los pies de la colina, unas escaleras a ambos lados que desembocan en la puerta del museo y una descomunal masa de guiris que se descifra a causa de su asombro por cada sube-baja de los chorros de agua. A medida que voy acercándome voy asfixiando mis pulmones que desde bachillerato sufren irremediablemente de cansancio precoz. Me quedo en la base, rodeada de extranjeros y espero el aconecimiento. A las siete y media se produce la ovación. La música empieza a sonar...horror: Sting.... de pronto... la BSO de Ghost... .le sigue Madonna... alternan con Queen... ¿eso son los Dire Straits al compás de chorros de agua....en Barcelona? están pletóricos. Yo los miro boquiabierta. Yo me cubro la cara con las manos. Yo lanzo un oh dios al unisono. Yo me resguardo en mis rodillas hasta que, al menos, dejen de bailar con Thriller del difunto multimillonario.


   Os prometo que nunca pensé que esto pudiera llegar a ocurrir. Las fuentes son el simbolo de lo que fueron las olimpiadas en el año 92. Aquella maravillosa, increible, indecible, intocable, INTOCABLE canción que fascinó al mundo, aquella oda a Barcelona con las magistrales y, vuelvo a reiterar, INTOCABLES, voces de Freddy Mercury y Monserrat Caballé eran los encargados de deleitar cada día al público que necesitaba regresar a aquellos días de deporte internacional y a lo que supuso para todos aquel año. Cuando ellos cantaban las fuentes se encendían, bailaban con la música, era muy fácil caer en la emoción primaria del ser humano, dejar latir el corazón al compás de sus arias. ¿Y me la sustituyen por los grandes éxitos de Kiss FM? ¿para que los guiris se sientan como en casa?¿para que los niños no se duerman?¿para joder a los nostálgicos que restan en esta ciudad? ¡por dios, Fred! ¡al menos tú vuelves a cantar en esta nueva adaptación!


   Me levanté y con la mirada perdida dejé atrás el precioso MNAC, los turistas canturreando, las fuentes traicioneras... con el ánimo a ras del suelo, abandonando cualquier esperanza de que los tiempos venideros fueran mejores, pensando en la futilidad del hombre, en lo insano de la desertización de valores... llego a la parada del metro. Bajo las escaleras de la desilusión, y ...no....no...aún hay sitio para los sensiblones como la que firma... un trueno recita Barcelona, se escuchan sus suspiros, esas notas de piano...y un viva inolvidable. Percusión. Caballé. Viento... cuerdas. Y la letra inunda la plaza y mis recuerdos. Vuelvo la cabeza hacia atrás. Corro hasta salir al exterior. Corean su nombre y admiro cada una de las tonalidades de las fuentes, su coordinación, al ingeniero y al funcionario que limpia con tenacidad el musgo que germina incansablemente. Y en la última estrofa, sonrío ante una multitud de personas que aplauden sin parar. Un segundo puesto nunca está de más. 


   Miro la sonrisa del taxista, del viejecito con bastón, de la niña agarrada de la mano de su padre, de la mujer que alguna vez estuvo casada y del señor que lee el Avui. Me vuelvo a casa. No es patriotismo ni añoranza, es identidad. Porque lo que fuimos y lo que somos, a veces dista demasiado.