Donde morir se hace deleite


     Las noches me parecen hoy algo más vacías cuando recuerdo un martes con tango sin sus frases empapeladas y sin la extraña sensación de la nostalgia por un pasado que quizá, sí fue mejor.

     Bajando las célebres ramblas, por putas, hachís y especímenes rosados de  fácilidad para la embriaguez,  se encuentra en una callecita a mano derecha, C/ Santa Mónica Nº4, un pequeño refugio para otros borrachos de carácter más melancólico; clásicos que se sientan en la barra del bar y esperan a que algún músico les rememore aquello por lo que una vez decidieron desembocar en los mares del, pongamos, pastís. Para aquellos que desconozcan la sustancia de este brebaje alcohólico, deciros que proviene de tierras francesas, más concretamente de Marsella y demás rincones de la Provenza, y que se asemeja bastante al anís; sin embargo, el pastís se diluye en agua (cinco volúmenes de agua por cada uno de pastís) y tiene algo de azúcar.

   Así que, como bien decía, en el barrio del Raval, es común hallar hombres y mujeres perdidos por las fatigas del amor, los infortunios de la vida, los sinsabores del tiempo, que se reúnen en una pequeña cueva donde todavía aúllan los ecos de los ronroneos de Piaf, los atrevimientos de Tita Merello, la genialidad de Serge Gainsbourg, el talento de Charles Aznavour, la descarada Brigitte Bardot, imparable Celia Cruz o una Chavela Vargas siempre desgarradora. Allí, entre esas paredes, enamorados de los grandes pasionales argentinos, mejicanos, franceses o búlgaros brindan una noche más hasta que el corazón diga basta de sentimiento.

   Perdonadme la efusividad, el Bar Pastís me cautivó desde la primera cita. Llegué acompañada, me senté en una banqueta, codo en la barra, manos en las piernas cruzadas, la falda entreabierta. Mi compañero pidió una de las bebidas oficiales y yo me decanté por una copa de cava. Comenzó a colocarse la flor en el cabello una mujer cercana a los cuarenta y tantos, de ojos y boca grandes, mirada de chiquilla, labios canallas, tacones negros y bajos, enfrascada en un vestido negro que culminaba con un bonito chal  de florecitas estampadas. Resuena desde su cuerpo  aquel clásico de Tita y en cuanto pronuncia "se dice de mí...", mi  pulso se acelera y pienso que no existe sitio más adecuado donde mezclar desventuras, tristezas y melodías con el mejor de los amigos para una noche de desagravios.

   En este rincón taciturno suelen recogerse determinados gremios del arte: cantantes, instrumentalistas, antiguas vedettes, tangueros y algún que otro poeta que dejó en manos de la retórica los argumentos para evitar el cierre de un tesoro sentimental. Quieren cerrarlo, se quejan los soñadores; catalanes y forasteros. Quieren  silenciar sus conciertos por considerarlos ruido y molestia. Afortunadamente, de momento, ganó la batalla  un emblema del viejo Barrio Chino, abierto desde 1912. Afortunadamente, esta noche podré regresar a hospedarme por algunas horas en su recodo, allí donde de cuando en cuando,  te dejan morir un rato, un instante...y resucitar más viva que nunca.