De cómo Freddy empapó las nostalgias


   Las fuentes han llegado a ser una de las atracciones más visitadas por los turistas, de calcetines + sandalias y también de los que no las llevan.


  En mi curriculum sobre vida turística, puedo rellenar en dos ocasiones la casilla de encuentro de luces y música en la montaña histórica de Montjuïc. Una fue muy de noche, con unos amigos de mi prima, tras su sesión de catequesis para la confirmación de la fe cristiana. Recuerdo el frío. Llevaba una bufanda color burdeos, pantalón vaquero (bajo el cual me abrigaban unas tupidas medias), tres jerseys de cuello alto, un abrigo de pana negro y unas de esas deportivas mastodónticas que venden en las tiendas surferas. Llevaba el pelo recogido y unos guantes amarillos que le había robado al bolso de mi madre. Alguien portaba una cámara fotográfica, de las primeras digitales y estuvo todo el espectáculo retratándonos con su nueva adquisición tecnológica.


   Montjüic es una montaña que está en el mismo centro de la ciudad y cuenta con unos 170 metros de altura. Se ha usado como fortificación, cementerio judío (de ahí su nombre: monte judio), pero sin duda, su actual función ha sido la más provechosa. Allí se encuentran las noches del Poble Espanyol, la Anella Olímpica y el Palau Sant Jordi, los resquicios de Van der Rohe y una oferta cultural impresionante gracias al Caixa Forum y al precioso y enorme MNAC. Y también tiene una fuente de colores que a los de fuera, les entusiasma.


   Para acceder a Montjüic hay que subir una serie de escaleras con dirección el MNAC desde Plaça Espanya. Salgo del metro, admiro la gigantesca plaza y su tráfico, giro a la derecha 180º y ahí está. Una fuente enorme en los pies de la colina, unas escaleras a ambos lados que desembocan en la puerta del museo y una descomunal masa de guiris que se descifra a causa de su asombro por cada sube-baja de los chorros de agua. A medida que voy acercándome voy asfixiando mis pulmones que desde bachillerato sufren irremediablemente de cansancio precoz. Me quedo en la base, rodeada de extranjeros y espero el aconecimiento. A las siete y media se produce la ovación. La música empieza a sonar...horror: Sting.... de pronto... la BSO de Ghost... .le sigue Madonna... alternan con Queen... ¿eso son los Dire Straits al compás de chorros de agua....en Barcelona? están pletóricos. Yo los miro boquiabierta. Yo me cubro la cara con las manos. Yo lanzo un oh dios al unisono. Yo me resguardo en mis rodillas hasta que, al menos, dejen de bailar con Thriller del difunto multimillonario.


   Os prometo que nunca pensé que esto pudiera llegar a ocurrir. Las fuentes son el simbolo de lo que fueron las olimpiadas en el año 92. Aquella maravillosa, increible, indecible, intocable, INTOCABLE canción que fascinó al mundo, aquella oda a Barcelona con las magistrales y, vuelvo a reiterar, INTOCABLES, voces de Freddy Mercury y Monserrat Caballé eran los encargados de deleitar cada día al público que necesitaba regresar a aquellos días de deporte internacional y a lo que supuso para todos aquel año. Cuando ellos cantaban las fuentes se encendían, bailaban con la música, era muy fácil caer en la emoción primaria del ser humano, dejar latir el corazón al compás de sus arias. ¿Y me la sustituyen por los grandes éxitos de Kiss FM? ¿para que los guiris se sientan como en casa?¿para que los niños no se duerman?¿para joder a los nostálgicos que restan en esta ciudad? ¡por dios, Fred! ¡al menos tú vuelves a cantar en esta nueva adaptación!


   Me levanté y con la mirada perdida dejé atrás el precioso MNAC, los turistas canturreando, las fuentes traicioneras... con el ánimo a ras del suelo, abandonando cualquier esperanza de que los tiempos venideros fueran mejores, pensando en la futilidad del hombre, en lo insano de la desertización de valores... llego a la parada del metro. Bajo las escaleras de la desilusión, y ...no....no...aún hay sitio para los sensiblones como la que firma... un trueno recita Barcelona, se escuchan sus suspiros, esas notas de piano...y un viva inolvidable. Percusión. Caballé. Viento... cuerdas. Y la letra inunda la plaza y mis recuerdos. Vuelvo la cabeza hacia atrás. Corro hasta salir al exterior. Corean su nombre y admiro cada una de las tonalidades de las fuentes, su coordinación, al ingeniero y al funcionario que limpia con tenacidad el musgo que germina incansablemente. Y en la última estrofa, sonrío ante una multitud de personas que aplauden sin parar. Un segundo puesto nunca está de más. 


   Miro la sonrisa del taxista, del viejecito con bastón, de la niña agarrada de la mano de su padre, de la mujer que alguna vez estuvo casada y del señor que lee el Avui. Me vuelvo a casa. No es patriotismo ni añoranza, es identidad. Porque lo que fuimos y lo que somos, a veces dista demasiado. 

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