Masías de entendimiento


   
   Era sábado y hacía un sol primaveral. Soplaba el viento desde las montañas y no había ni una nube. Al menos en Collbató, un pueblecito a las faldas de la sierra mágica de Montserrat.


   Me invitaron a una comida familiar para celebrar el octogésimo tercer cumpleaños de una abuelita madrileña encantadora. Tal evento necesitaba de una masía repleta de animalitos granjeros: gallinas, burros, caballos, conejos y otros especímenes de igual porte. Una mesa de madera robusta nos daba la bienvenida a unas doce personas unidas por la cumpleañera.


  Cuando una andaluza cae en medio de una familia catalana es evidente que el tema del idioma ha de llevarse junto con el pa' amb tomaquet, a la boca. Es curioso como puede observarse las diferentes opiniones en una muestra más pequeña. Todos se dirigieron a mí en castellano pese a mi petición por lo contrario. 


  Una jovencita de no más de veinticinco años, sorprendida del increible respeto que les profesaba, defendía su lengua como única que debería impartirse en escuelas, universidades e instituciones. Creía que un pueblo también es su voz, y que su voz no debía ser callada y menos, por extranjeros, por muy del país que fueran. Su primo, algo mayor y padre de una princesita de rizos negros y paletas separadas, reprendía, no obstante, que ésa no era razón para ser cazurros sin cultura y aprender y usar el castellano, que una cultura también es la mezcla de otras y que nunca pueden caminar por separado, sino unidas. Entre tanto, un muchachito de nariz abocinada se limitaba a dar testimonios y citas históricas de cuánto había sido castigada Cataluña,  sosteniendo que hoy existía un paralelismo sincrónico. 

   La adorable abuelita tomó parte. Se levantó de su silla con ayuda de su bastón en una mano y con la otra, alzando los dedos, volvió a relatar la historia de aquella pequeña de dos años que perdió a su familia en los bombardeos de la guerra civil en la ciudad de Madrid, de cómo fue acogida en Barcelona por un matrimonio burgués, de sus lecciones de catalán, sus andanzas por Huesca junto a su marido y lo feliz que estaba de habernos congregado a todos, de haberla hecho salir un rato de su apacible casita de Badalona. Una lágrima cayó. Unas sonrisas cubrieron las chuletas con patatas cocidas y una manada de abrazos sacudieron a la mujercita coleccionista de arrugas. 

    Únicamente podía pensar que en el Congreso de los Diputados  faltaban más abuelitas y menos charlatanería.

   

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