Vistas desde mi balcón



 Nueva casa, nuevos retos, nuevas sensaciones y nuevas entradas de este encuentro con las imágenes y las palabras.


 Decía Platón que las imágenes se componen de las visibles y las inteligibles. Lo que no quedó nunca claro entre sus múltiples escritos fue la repercusión que causa el momento justo en el que se fusionan para regalarnos el encuentro entre lo real y lo sentido.


 Platón no vio a mis vecinos, a los perros de mis vecinos y a las macetas que cuelgan de sus ventanas. En tal caso, podría prevenirme de esta percepción innata del ser humano a verlo todo con un aire más literario y poético que pragmático. 


 Alzo la mirada desde mi cama y las vistas al Barrio de Gracia se me antojan llenas de calidez, de tonos hogareños que desde hacía mucho no resonaban en mis humildes escritos. 


 Vuelvo a escribir pero con una carga distinta. Ya no soy un ser foráneo, alguien lejos de casa, ahora me siento como una barcelonesa más.


 Bienvenidos de nuevo, las miradas regresan con más urgencia que nunca, pero hoy, los vagabundos se nombran exiliados, exiliados felices de su partida. 

Los secretos del mortero

   Tengo la terrible certeza de que en Andalucía no se sabe comer allioli. 

 Tenemos una rica gastronomía pero permítanme decirles a los insaciables de la salsa blancuzca que esa plasta no es aceite y ajo, es mayonesa. 

  Desde niña repugné dicha mezcla de huevo, aceite y ajo por lo pesado de su sustancia, lo empalagoso de su espesura y ese resabio a inacabado. Nunca entendí que lo llamaran alioli. Pensé que era alguna guarrada culinaria del extranjero exportada a nuestras mesas. Pero me equivoqué, al cielo gracias.

   Allá por el año 2006 un barcelonés distraído y experto en artes gastronómicas,  me enseñó las delicatessen del paladar catalán a base de un verano inolvidable por tascas y bares de una Cataluña más cercana y resguardada del turismo playero. Me había prometido llevarme a comer las delicias más recónditas de los pueblos aledaños de Sant Andreu de Llavaneras, pueblo costero del Masnou donde desde hacía años, pasaba los meses estivales en la residencia de descanso de mis tíos. De este modo, conocí las bien servidas escudellas, las escalivadas de pimiento, la frescura de un buen plato de esqueixada de bacalao,el siempre apetecible pa amb tomáquet y como no, acompañado del mejor vino de la comarca. Así fue como descubrí que aquella salsa horripilante se convertiría en uno de mis favoritos alicientes a los placeres del gusto. Se trataba de un plato de butifarra con "mongetes"(alubias). Delicia de "pageses". Al lado se encontraba el mortero amarillo. "Fotali!", dijo él. Y yo, temiendo que era mayonesa le respondí con una negativa señalando mi desagrado a la "mayo". Él rió y me contestó: "això, maca, no és un insult a la cuina, és allioli. No porta ou. Només oli i all. I està boníssim. Ase que prova ... vingui!". Y vaya que sí lo probé.


  Desde aquí quiero hacer un llamamiento a las manos mágicas de la hostelería española: hagan allioli. Pero el de siempre, por favor, les ruego que vuelvan a los orígenes andalusíes, romanos, ¡egipcios!y no acudan al pastiche del huevo en el que las industrias alimentarias se recrean sin ningún otro uso que el de ensuciar el nombre de esta maravilla culinaria. 


  Hora de comer. Tortilla de patatas y ensaladilla rusa. Mi tía abuela sevillana no olvida sus raíces por mucho allioli que valga y a mi petición de un menú más catalán, me responde con un "¡Vaya la Carmela! lo catalufa que se nos ha vuelto, ¡si quieres te cambio el gazpacho por pan con tomate y las torrijas por la crema catalana!". Y eso sí que no, yo no le vuelvo a dar un disgusto así, que la tierra tira lo suficiente como para admitir cuando el allioli juega fuera de casa.
     

Aviones sobre mis pies de arena

   Es curioso como el mar se adentra poco a poco en una ciudad hasta hacerla amante del asfalto. Aún más, si la ciudad de donde vienes únicamente tiene como pasión acuática a un río repleto de cochambres y desperdicios varios(véase "El Guadalquivir y sus misterios ilegítimos: pozo de hojalata y corrupción").  


   Aquí es distinto. Puedes aproximarte al puerto, caminito abajo de La Rambla, soñar con zarpar en los presuntuosos veleros, remolcar una menorquina hasta el cielo de Cadaqués o simplemente nadar rumbo a ninguna parte, como dicen por mis tierras: "Hasta que el cuerpo aguante". No son playas gaditanas de arena fina y blanca, viento arremolinado y paisajes panorámicos; tampoco piedras de furia salvaje por aquello de la Tramontana, pero saben saciar la nostalgia del marinero. 

   Tal vez sea por llevar el nombre de la patrona de los trabajadores del mar en mi DNI o quizá por haber sido concebida bajo las aguas de Neptuno (como bien decía mi madre las noches ebrias de fin de año) pero lo que sí es cierto es que lo marino me clama a voces. El verano se acerca tanto que quema (pese a estas lluvias tempestivas) y me agarran fuerte las ganas de precipitarme a la playa. Así que con bikini de lunares, toalla al hombro y gafas a lo Lennon me fui directita a la arena de Castelldefels. 

   El municipio del Castillo de los fieles como se traduce al castellano más exacto, se encuentra a unos 20 kms de Barcelona y es uno de los núcleos preferidos para tostarse al sol sin peligro del efecto guiri que asedia a la capital. Si bien tiene en su poder playas extensas y una población de 62.000 habitantes, es más conocida por residentes como Leo Messi o la figura cómica del Neng de Castefa, acérrimo seguidor de rutinas populachas y barriobajunas. 


   Por aquellos lares me encontraba, leyendo a un Alberti preso de un amor portuario, cuando el ensordecedor ruido de un boeing 747 hizo estremecer hasta las páginas de mi libro de bolsillo. Pronto salí de mi profundo trance y descubrí no sólo aviones de carga colosal, también las neveras con litronas, las sillas y sus abuelos de periódico y sombrero de paja, las parejas escandalosas y los pechos pequeños, los falsos y   los castigados, todos descubiertos; los niños con sobrepeso, las cicatrices con historia, las charlas sobre la Huelga General y los lametones de helado. Pasé la página y volví con Rafael...y con el regusto de un nuevo verano. 

La historia del Senyor Mamut



   Aquí todos conocen al gigantón del Senyor Mamut. Reside en el Parc de la Ciutadella, al final del Passeig de Lluís Campanys. Es un ser muy especial, ya que  permanece allí quieto e impasible desde el año 1907.

   La idea fue del naturalista Norbert Font i Sagué que, haciéndose eco de las modas burguesas de otros países, convenció a los organizadores de la Exposición Universal de 1888 con la ayuda de la Junta de Ciencias Naturales, a crear una serie de esculturas de especies animales prehistóricas y extinguidas a tamaño natural que serían realizadas en piedra. Así, el escultor Miquel Dalmau (no confundirse con presidentes del mundo futbolístico con final dantesco) creó a nuestro mamut en hormigón. Sin embargo, nunca se finalizó el proyecto, ya que la muerte del promotor de la idea impidió su continuación: colocar un amigo diplodocus a su lado.

   Así, el Senyor Mamut se quedó sólo reinando los terrenos del parque. De todos modos, Josep Fontsère con la ayuda de un joven Antoni Gaudí al urbanizar el parque, crearon un lago con patos(éstos de verdad) y una fuente preciosa con forma de cascada que embelleció el hogar que sería, posteriormente, del Senyor Mamut. Además, él suele entretenerse mirando a los paseantes que se dirigen al Zoo, al Museo de Geología, al de Zoología o al Jardín Botánico. Le encanta observarlo todo. Dice, se suele sentir testigo de los días.

   No es mamut de palabra fácil pero gusta de la compañía de niños y turistas que se columpian en sus colmillos para hacerse una fotografía con él. Se ha convertido en todo un símbolo para el parque que gobierna, siempre, con gran devoción y cariño. Es su casa y no hay quien no sepa de su existencia. Mide 3, 5 metros de altura y mantiene unas medidas de 5, 5 metros de largo. Nunca deja que su figura desmejore y aunque hayan transcurridos más de cien años, continúa manifestando su autoridad y belleza como antaño. Para ello, sí es cierto que ha debido exponerse a dos restauraciones: una primera durante el gobierno de Narcís Serra y otra segunda, a finales de los años noventa.

   Memoria no le falta, porte tampoco. Quizá una temporadita fuera, pues, como suele suspirar: "Debería haberme lanzado a la batalla con Aníbal...y las cosas hubieran sido distintas...o adentrarme en las filas de la Guerra Civil...que más de uno hubiera cobrado lo suyo por pintarme simbolitos y usarme como trinchera".

   Lo siento, Senyor Mamut, pero aún le queda mucho que ver y contar...¿un cacahuete?

Una invasión hitchcockriana


  El doce de abril salía a la luz una noticia en todos los diarios locales de Barcelona y en las webs y publicaciones animalistas del país. El ABC la titulaba: "Barcelona convoca un concurso público para matar 65.000 palomas". La web Ecologíaverde, sin embargo, se decantaba por: "Barcelona quiere matar a sus palomas". Y el  redactor jefe de Magazine de La Vanguardia, Albert Gimeno, escribía el artículo de opinión, unos días antes(9 de abril): "Pájaros"

  El resumen de los hechos es bastante simple: existe una superpoblación de palomas, gaviotas y cotorras que no permite controlar los índices de higiene de la ciudad. Ala. Pues como no, saltó la alarma para las grandes y pequeñas empresas dedicadas a las plagas animales, los ecologistas más sensibles, los periodistas sin temas, los ciudadanos despiertos y los políticos comprometidos que aquella mañana relucían de júbilo por su gran acierto profesional.

  Yo me mantuve indiferente ante la información, dictaminé mi parecer en el momento oportuno sin más boom noticiario que el de aquella conversación facilmente olvidada. Los días pasaron con sus anécdotas y sus rutinas, sus más y sus menos sin acordarme si quiera de las aves que sobrevuelan los gigantes de Barcelona. Pero un día volví a recordar cada una de las palabras de los animalistas, los columnistas, los ciudadanos y sus políticos.

   Se me antojó retozarme en la hierba toda una tarde de domingo en los jardines del Palau Reial, situado en la zona universitaria de la Diagonal, en el distrito de Les Corts. Regresaba de un lugar de Castellón terrible, invitada por unas amigas maravillosas a las que no cabía darles un no por respuesta. Tras observar aquel mastodonte de especulación, crimen al medio ambiente y pesadilla para los sentidos, tuve que exiliarme en algún rincón natural de la ciudad, un escondite para susceptibles mentes naturistas como la mía. Estos territorios formaban la masía de Can Feliu del S. XVII pero en 1862 pasó a formar parte del imperio arquitectónico de la familia Güell, añadiéndose con la masía colindante de Can Cuyàs de la Riera ascendiendo a los 30.000 m2. Fue entonces cuando los arquitectos Joan Martorell y Antoni Gaudí crearon la atmósfera perfecta para considerar realmente aquel espacio un palacio. En sus jardines, creación de Nicolau Maria Rubió i Tudurí, paso muchos días descansando, pues me coge cerca de casa y mantiene la tranquilidad de antiguos palacetes al servicio del populacho (el palacio pasó a ser propiedad de la familia real en 1918, para convertirse finalmente en los años de la II República, en un espacio público). 

  Tumbada en el césped, rodeada de extranjeras sin camiseta y amantes primaverales, cerré los ojos para sumergirme en la naturaleza del lugar. Cual fue mi sorpresa cuando la mater natura me respondía con graznidos horripilantes de unos bichos voladores verdes que se arrimaban a las ramas de un magnolio. Chillan.  Me hacen estremecer y hundir mi rostro en el jersey que tomo como almohada. Me giro a buscarlas y las alcanzo a ver en la otra ladera de césped. Allí, todas juntitas, verdes con su piquillo exótico. Cotorras.

   
    Si las ves de cerca, son bonitas, hasta les brillan las plumas. Pero no las escuches. No las toques. No quieras saber cuántas hay y qué crean con sus  gérmenes. Eso mismo me digo cuando deambulo por las ramblas, por la Plaça Sant Jaume y sus sedes, por el Pastís...aquello mismo pensé cuando regresé a casa aquel domingo, el día que descubrí Oropesa y las vacaciones ideales de Marina D'Or. Sí, habría que acabar con las plagas, pero con todas.

La Barcelona de los jabalíes

Parece mentira como la ciudad de Mirós, Hoteles Vela, Festivales Air Race, Fórums y restaurantes Dans le noir, acoge no sólo a lo más selecto. En Barcelona ciudad también corretean a sus anchas unos mamíferos de pelaje castaño, con vetas en lo alto del lomo de un color algo más oscuro, colmillos salientes de una boca babosa y un hocico redondo listo para rastrear hasta los más escondidos restos de comida. Y le encanta revolcarse por los barrazales. Ajá. Como leen. Jabalíes o si quieren mantenemos su nombre al más estilo retro: sus scrofa (por lo chic). 


A ver, señores, no confundan mis palabras. Yo no he dejado escrito en ninguna de mis líneas que mientras fotografían los innumerables guiris salmonetes la fachada de la Sagrada Familia, puedan comprobar la belleza  de estos salvajes animalillos. A lo que me refiero es a los alrededores de esta ciudad incomparable a ninguna otra. Sí, también por los cerdos salvajes. 


Existe un parque de 17 ha en el distrito de Sarriá - Sant Gervasi conocido por muchos niños por su castillo derruido, sus ponys esclavizados, sus columpios de última generación, su vegetación indomable, el trenecito de vapor y la cálida mirada de pajarillos, conejos, ardillas y demás especies del clima mediterráneo,  llamado el parc de l' Oreneta. Estos extensos jardines son el resultado de la suma de dos fincas rurales: la masía de Can Bonavia de la familia del Conde de Milà y el castillo de l' Oreneta de la familia Tous. Ese castillo, o lo que queda, es quien da nombre al recinto. Significa golondrina.


Un sábado a la tarde decidí aventurarme a pasear por esos lares con el motivo de memorar antiguas hazañas amorosas. No recordaba ni pizca de los sitios por los que anduvo esa Carmencita de dieciséis años, pero sin saber bien por qué me arriesgué a penetrar por entre los follajes del paisaje. Sólo me faltaba el látigo y el sombrero camel(el temor a las serpientes me persigue desde nacimiento). Encontré un escondite estudiantil bajo una higuera: un tocadiscos antiguo, un tocata medio moderno(entrada usb)y una carpeta misteriosa que me resistí a ojear. Con una mirada de asombro continué las andanzas. Descubrí: una casita de madera para pájaros, dos punketas fumando maría sobre una piedra a punto de desprenderse(lo hizo pero ya estaban demasiado colocados como para enterarse), una pareja de jóvenes amantes contra un cedro voyeur, un paquete de tabaco (¡entero!y con mechero), un ejemplar de La Vanguardia del año 2008 y un jabalí. 


Es un parque. Es más o menos normal encontrar este tipo de cosas. Sin embargo, cuando observé que entre la maleza algo se movía y que regurgitaba todo tipo de deshechos, me quedé inmóvil. Se mantuvo inquieto. Luego se acercó hasta mí con sus afiladitos colmillos y decidió dar la vuelta para seguir buscando entre los hierbajos. Hice algunas fotografías a lo Félix Rodríguez de la Fuente y corrí hasta dar con unos niños insoportables que se reían de mi imagen de fugitiva: con hojas entre el pelo, zapatos embarrados, arañitas por la espalda y cara desconcertante.


Ya de vuelta a casa, en la salida del parque, volví a encontrarme con un jabalí rebuscando entre la basura. Aquello me resolvió la duda de por qué todas las papeleras estaban bocabajo con los residuos por el suelo.


"Cambiados condes y señorones por cerdos salvajes", imaginé como póster de bienvenida al parque. Menuda paradoja la vida.

Masías de entendimiento


   
   Era sábado y hacía un sol primaveral. Soplaba el viento desde las montañas y no había ni una nube. Al menos en Collbató, un pueblecito a las faldas de la sierra mágica de Montserrat.


   Me invitaron a una comida familiar para celebrar el octogésimo tercer cumpleaños de una abuelita madrileña encantadora. Tal evento necesitaba de una masía repleta de animalitos granjeros: gallinas, burros, caballos, conejos y otros especímenes de igual porte. Una mesa de madera robusta nos daba la bienvenida a unas doce personas unidas por la cumpleañera.


  Cuando una andaluza cae en medio de una familia catalana es evidente que el tema del idioma ha de llevarse junto con el pa' amb tomaquet, a la boca. Es curioso como puede observarse las diferentes opiniones en una muestra más pequeña. Todos se dirigieron a mí en castellano pese a mi petición por lo contrario. 


  Una jovencita de no más de veinticinco años, sorprendida del increible respeto que les profesaba, defendía su lengua como única que debería impartirse en escuelas, universidades e instituciones. Creía que un pueblo también es su voz, y que su voz no debía ser callada y menos, por extranjeros, por muy del país que fueran. Su primo, algo mayor y padre de una princesita de rizos negros y paletas separadas, reprendía, no obstante, que ésa no era razón para ser cazurros sin cultura y aprender y usar el castellano, que una cultura también es la mezcla de otras y que nunca pueden caminar por separado, sino unidas. Entre tanto, un muchachito de nariz abocinada se limitaba a dar testimonios y citas históricas de cuánto había sido castigada Cataluña,  sosteniendo que hoy existía un paralelismo sincrónico. 

   La adorable abuelita tomó parte. Se levantó de su silla con ayuda de su bastón en una mano y con la otra, alzando los dedos, volvió a relatar la historia de aquella pequeña de dos años que perdió a su familia en los bombardeos de la guerra civil en la ciudad de Madrid, de cómo fue acogida en Barcelona por un matrimonio burgués, de sus lecciones de catalán, sus andanzas por Huesca junto a su marido y lo feliz que estaba de habernos congregado a todos, de haberla hecho salir un rato de su apacible casita de Badalona. Una lágrima cayó. Unas sonrisas cubrieron las chuletas con patatas cocidas y una manada de abrazos sacudieron a la mujercita coleccionista de arrugas. 

    Únicamente podía pensar que en el Congreso de los Diputados  faltaban más abuelitas y menos charlatanería.