El oasis de los pasos perdidos





     Existen multitud de caminos para llegar a este pequeño descanso de laberínticas callejuelas:
  1.  Descender por La Rambla y girar a la izquierda en la calle de los furgones pertenecientes a los Mossos d' Esquadra.
  2. Adentrár en el Barri Gòtic con un mapa, una brújula y el instinto del explorador y periodista Henry Morton Stanley.
  3. Ascender desde el mar sin caer en la tentación de quedarse allí.
  4. Dejar guiarte por los maleantes más inofensivos de la ciudad (nada comparables a una buena y perniciosa familia burguesa catalana, enraizada en la cultura más selecta de Barcelona, por poner...)
     Esta tarde me propuse ataviarme de mi guía National Geographic, un bolso amplio y unos zapatos cómodos para explorar el barrio más antiguo de la urbe. Desde casa hasta Plaza Catalunya tardé en metro unos 25 minutos, algunos segundos más, algunos segundos menos. Tras la tortuosa guerrilla de la civilización subterránea, subí hasta el Portal de l'Angel y transité por el recorrido que me proponía el manual turístico: Plaça de la Vila de Madrid, Carrer Canuda, Plaça Nova, Carrer de la Tapineria...y a partir de ese punto del paseo, impaciente por conocer mis habilidades callejeras, me guié por mi propio criterio de vagabunda media para ahondar por donde me placiese...o placiera.

     Confieso que me perdí. Es una sensación tan tierna la de verte rodeada de gente dispar y pensar que no corres riesgo alguno de tropezar con malos humanitos...porque por suerte, por cada uno de ellos, hay dos Montses, un Pep y tres Martinas que te hacen sentirte resguardada. Y además, contra todo pronóstico, acerté a localizar el oasis perdido, eso sí, con mucha paciencia y algo de fortuna.

  Es sorprendente tanta luz de repente, entre tanta oscuridad gótica allí estaba la Plaça Reial, viva como siempre. La plaza es el vestigio de un antiguo convento, el cual derrumbaron y decidieron sustituir por unas residencias burguesitas en edificios de carácter castellano con matices estilísticos franceses; puro siglo XIX: progreso y pamplinas. Ahora recuerda más a una plaza mayor, con sus arcos, ventanales, terrazas, bares y extranjeros deambulantes. Imagináos: estoy sentada en un banco unipersonal con barritas de hierro de esas que perturban el sueño a los de constitución gruesa (yo aún puedo desenvolverme en 5 cm de libertad espacial); hay numerosos pakistaníes lanzando esos cachibaches brillantes al aire a los que no encuentro ninguna utilidad; justo frente a mí, una fuente de promesas incumplidas, sentados en su borde guiris de pelo rojizo y una libreta en mis manos en la que escribo mis idioteces. Escribo con postura de loto marchito: piernas encrustradas, cabeza agachada sin fluidez sensacional alguna, brazos sobre rodillas, manos sobre libreta, trasero sobre silla, silla sobre suelo...y así, mi opinión sobre estos bancos se torna en  determinante: 5cm no son ni cómodos ni libres.

     Se acerca un tal Joan, encanijado y de pelo cano, con manos tiznadas, ojos caidos y muchos años de experiencia en el juego de la nocturnidad. Me pregunta qué escribo. Le respondo que tonterías. Y se inicia una conversación sobre sus amores de frenética juventud por los rincones del flamenco con una bailaora sevillana, a la que él solía llamar Carmensita. Que le dé recuerdos al Parque de Maria Luisa, me dice tras saber mi procedencia y me asegura, con mirada pícara y mirándome el escote que llamándome cómo me llamo, no puedo ser más que pasional y viva, "muy viva". Yo sonrío, le cojo de la barbilla y le suelto un "Cuídese mucho, Joan, me espera un catalán de los celosos". Y Joan me besa la mano como un caballero, me agradece la conversación, me advierte que "los catalanes son muy celosos de lo suyo, por eso les va tan bien,  así que, Carmensita, apresura no vaya a enfadarse...que también tienen muchos ...cojones". Me voy alejando mientras lo oigo gritar: "Y sigue escribiendo, no vayas a acabar como yo...bebe, ¡pero escribe al menos!". Juro que no miento, ni siquiera exagero.

     Hay días en los que un vagabundo es el mejor de los confidentes y plazas en las que ni el aristócrata puede llegar tan alto como un trasnochador. Hay días en las que una ciudad se vuelve desierto y las farolas de Gaudí se convierten en palmeras y su fuente en oasis. Incluso hay veces, algunas veces, en las que compartir un cigarro con un desconocido es lo único que te hace sentir cerca de tu hogar. Dichosa fatalidad.