Vagones para invisibles

  
    Todos los trenes llevan algún destino marcado en su letrero. Y como personitas a veces cambian de decisión en el último momento y eligen no parar donde planearon, llegar algo más tarde o mucho más tarde, ir con paso tranquilo o acelerar en un revés.

   Mi facultad se encuentra en Tarragona, la Universitat Rovira i Virgili, así que he de partir cada mañana hacia la ciudad vecina desde la capital con Renfe. Bajo la calle Numancia en el bus de atrás de casa (10 m aprox.). Parada Estació de Sants. Corro directa a la vía. Paso el ticket mensual por la maquinita. Desciendo las escaleras. Me siento en el suelo con los demás transeuntes cotidáneos con los que me encuentro diariamente. Llega el tren. No es. Se produce la confusión en masa a causa de una viejecita que no sabe si éste es el de Reus. La marabunta se excita y empieza a preguntarse por el trayecto de su tren, si es el acertado, si no le convendría pillar uno hacie el aeropuerto y desaparecer del mundo unos cuantos años. Unos mochileros recorren vía arriba vía abajo el anden. Topan con mi cabecita entre la gente y me preguntan si hablo inglés. Respondo que a little y en un inglés con acento australiano me analizan la descomunal desorganización de esta estación, de España y sus transportes. Contesto desde mi más humilde nacionalidad española: This is Spain...and Renfe. Dejan la botellita de agua que estaban bebeiendo en el suelo y se alejan.

   De todos los viajes que he hecho hasta Tarragona, en un cálculo improvisado, habré cogido un 30 % de trenes en perfecto orden. No sólo en cuanto a la puntualidad, tamibién la organización, el número de asientos, las interferencias comunicativas, los destrozos mobiliarios...un sinfin de despropósitos varios que acentúan aquella marginalidad ibérica de la que muchos criticones extranjeros y autóctonos hablan a menudo.

   Los trenes que cojo al mediodía, casualmente, vienen y llegan a su hora. Otra franja horaria más complicada es el prime time ferroviario. Cuando salí de clase aquel día a las ocho de la tarde me desplacé hasta la estación ubicada frente al mar, cerca del puerto. Allí esperé 5 minutos hasta que apareció el tren con destino a Barcelona. Me aproximé hasta él. Había tanta gente que quería subirse que no podía ni alcanzar la puerta. Me aparté unos metros y decidí sentarme en un banco hasta que se calmaran y entraran todos. No fue así. Las personitas impacientes estaban enlatadas en los vagones, aplastados contra el cristal. Miré a un chico que estaba a mi lado, alto, delgado, con gafas rectangulares de un turquesa bastante inusual y una sonrisa que invitaba a la conversación. Me llamaban al móvil. Durante la conversación, aposté por un nuevo tren que no tardaría mucho en venir. Quince minutos de retraso y quince minutos hablando por teléfono. La voz conveniente avisó a los pasajeros de la entrada del tren. Mucha gente salió. Mucha gente entró. Yo entré. Él entró. Busqué plaza por los pasillos. Ni un sitio libre. Regresé a la salita que queda entre vagón y vagón y me apoyé a la pared. Miré a los siete silenciosos pasajeros que como yo, se habían quedado sin sentarse y sorpresa la mía cuando el muchachito de gafas turquesas se encontraba entre nosotros. Comenzamos a despotricar sobre la compañía estatal y sus servicios entre risas. Algunas estudiantes invertían el tiempo en subrayar apuntes, un cuarentón con bastante porte sonreía mirando al suelo. Una mujer muy delgada que rondaría los cincuenta lo ojeaba mientras yo la  observaba a ella. Pensé que harían buena pareja. Las gafas turquesas acechaban el libro que tenía entre las manos. Me preguntaron si estudiaba. El qué y el dónde. Le correspondí con las mismas. Psicólogo de vocación, profesor canino, casteller en la colla de su pueblo y unos ojos tímidos pero sinceros que descubrí en el momento que decidió limpiar sus anteojos.

   Unos y otros se van bajando en las siguientes paradas. Quedamos nosotros y una de las estudiantes. Me coge de la mano y me propone ir en búsqueda de asiento. Encontramos dos sitios con el respaldo hacia delante. Bien, pienso, no podré marearme. Estoy nerviosa. Está nervioso. Pero sn saber bien por qué no dejamos de hablar. Su nombre, Carmen, ¡pregúntale su nombre! De nuevo un Joan en mis andanzas... pero esta vez acierto a pronunciarlo bien tras unas leves introducciones al catalán: Yuan, Yoan, Juan. Todo un trayecto de una hora conversando sobre lo que espero de su ciudad, sobre aquello que dejé, sobre lo que llegará. Cuando llegamos nos pedimos los nombres para reencontrarnos en el facebook. Se marcha por una entrada del metro...yo por otra.

   Vuelvo a casa con una sensación agradable, plena. Me consta que puedo encontrar a personas por las calles, con las que puedo toparme de nuevo queriendo y sin querer. Nostalgia de mi ciudad pequeñita en la que los de allí nos llamamos vecinos, aquí son simplemente extraños. Somos fantasmas, masas difusas que deambulamos por nuestros recorridos mecánicos hacia el mismo destino cada uno de nuestros días. Pero a veces la monotonía se rompe y conoces a un Joan de gafas turquesas que te hace plantearte si los invisibles se reúnen cuando Renfe pierde la precisión.