Una invasión hitchcockriana


  El doce de abril salía a la luz una noticia en todos los diarios locales de Barcelona y en las webs y publicaciones animalistas del país. El ABC la titulaba: "Barcelona convoca un concurso público para matar 65.000 palomas". La web Ecologíaverde, sin embargo, se decantaba por: "Barcelona quiere matar a sus palomas". Y el  redactor jefe de Magazine de La Vanguardia, Albert Gimeno, escribía el artículo de opinión, unos días antes(9 de abril): "Pájaros"

  El resumen de los hechos es bastante simple: existe una superpoblación de palomas, gaviotas y cotorras que no permite controlar los índices de higiene de la ciudad. Ala. Pues como no, saltó la alarma para las grandes y pequeñas empresas dedicadas a las plagas animales, los ecologistas más sensibles, los periodistas sin temas, los ciudadanos despiertos y los políticos comprometidos que aquella mañana relucían de júbilo por su gran acierto profesional.

  Yo me mantuve indiferente ante la información, dictaminé mi parecer en el momento oportuno sin más boom noticiario que el de aquella conversación facilmente olvidada. Los días pasaron con sus anécdotas y sus rutinas, sus más y sus menos sin acordarme si quiera de las aves que sobrevuelan los gigantes de Barcelona. Pero un día volví a recordar cada una de las palabras de los animalistas, los columnistas, los ciudadanos y sus políticos.

   Se me antojó retozarme en la hierba toda una tarde de domingo en los jardines del Palau Reial, situado en la zona universitaria de la Diagonal, en el distrito de Les Corts. Regresaba de un lugar de Castellón terrible, invitada por unas amigas maravillosas a las que no cabía darles un no por respuesta. Tras observar aquel mastodonte de especulación, crimen al medio ambiente y pesadilla para los sentidos, tuve que exiliarme en algún rincón natural de la ciudad, un escondite para susceptibles mentes naturistas como la mía. Estos territorios formaban la masía de Can Feliu del S. XVII pero en 1862 pasó a formar parte del imperio arquitectónico de la familia Güell, añadiéndose con la masía colindante de Can Cuyàs de la Riera ascendiendo a los 30.000 m2. Fue entonces cuando los arquitectos Joan Martorell y Antoni Gaudí crearon la atmósfera perfecta para considerar realmente aquel espacio un palacio. En sus jardines, creación de Nicolau Maria Rubió i Tudurí, paso muchos días descansando, pues me coge cerca de casa y mantiene la tranquilidad de antiguos palacetes al servicio del populacho (el palacio pasó a ser propiedad de la familia real en 1918, para convertirse finalmente en los años de la II República, en un espacio público). 

  Tumbada en el césped, rodeada de extranjeras sin camiseta y amantes primaverales, cerré los ojos para sumergirme en la naturaleza del lugar. Cual fue mi sorpresa cuando la mater natura me respondía con graznidos horripilantes de unos bichos voladores verdes que se arrimaban a las ramas de un magnolio. Chillan.  Me hacen estremecer y hundir mi rostro en el jersey que tomo como almohada. Me giro a buscarlas y las alcanzo a ver en la otra ladera de césped. Allí, todas juntitas, verdes con su piquillo exótico. Cotorras.

   
    Si las ves de cerca, son bonitas, hasta les brillan las plumas. Pero no las escuches. No las toques. No quieras saber cuántas hay y qué crean con sus  gérmenes. Eso mismo me digo cuando deambulo por las ramblas, por la Plaça Sant Jaume y sus sedes, por el Pastís...aquello mismo pensé cuando regresé a casa aquel domingo, el día que descubrí Oropesa y las vacaciones ideales de Marina D'Or. Sí, habría que acabar con las plagas, pero con todas.

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