El descaro del turisteo



   Sábado sin nada que hacer. Despatarrada en el sofá viendo qué sé yo qué idiotez en la cajatonta. ¡Llamada de rescate! Una propuesta para salvar la tarde. En diez minutos me recogen. De un salto me meto las zapatillas en los piececitos, corro hasta el armario (apuesto por el negro), algo de colonia infantil en las muñecas y lista. Suena el ding-dong oportuno y bajo por el ascensor. Cuando salgo de casa veo a cuatro personas dentro del coche. Hago cuentas: dos desconocidos, dos no.‎ Entro en el aparato automovilístico y saludo. Y de repente, además de mi incondicional compañero de andanzas, su hermana y dos chicos Erasmus.


   La encantadora hermana de mi acompañante había traido a sus dos amigos de Madrid, a los que conoció durante el curso anterior en Milán y ahora, le devuelven la visita tras un afortunado reencuentro en la capital hace unos meses. Les queda una tarde para visitar algo "muy bonito e importante", así que nos decantamos por el Parc Güell. Esta situación era extraña por dos motivos: uno, nunca había aprendido cómo tratar a un madrileño en Barcelona y dos, tengo que hacer de guía en mi nueva ciudad. No parece tan complicado al principio, ya que ambos denotan un alto grado de simpatía y sinceridad, reconocibles en sus amigables y risueñas sonrisas, además del interés que despierta en ellos mi origen sureño y mi "acento gracioso". Esto provoca que saque toda la armada pesada de mi salero andaluz y además, la recurrente guía National Geographic.

   Llegamos al rinconcito mundo en el que los Güells decidieron acomodar a sus amiguetes más adinerados de la burguesita Barcelona. El proyecto consistía en crear un barrio residencial para las familias de clase acomodada en aquella colina en la parte alta del barrio de Gracia, junto al barrio del Carmel (sí, donde el socabón físico, político y moral). El genio de Gaudí ideó una serie de casas inspirado en el cuento de Hänsel y Gretel, gracias al cual podemos disfrutar de un mágico paseo por sus bocetos. Bocetos porque así quedaron: un par de casas; la preciosa escalera con su salamandrita multicolor; la sala de las gigantes columnas y justo encima, el que iba a ser el mercado, un terreno espacioso lindado con los sinuosos bancos a los que Josep María Jujol coloreó pasito a pasito con mosaicos. Se acabaron los ingresos y en 1923 el Ayuntamiento compró los terrenos convirtiéndolo en un parque público después de la construcción durante catorce años iniciada en el 1900.

   Le tengo especial cariño a este lugar. Haciendo memoria recuerdo, al menos, dos veces más en las que haya estado allí. Una fue hace muchos años, cuando una de mis primas y yo teníamos no más de dieciséis y nos entró el instinto turístico un verano de aburrimiento. Así que nos recorrimos los puntos de renombre guiri de la ciudad. La segunda fue con mi hermano y nuestros respectivos amores de verano. Ay... amores de verano en una ciudad con mar. Razones de regreso. En esta tercera ocasión, la nostalgia me aprieta el pecho y me sacuden las ganas de besar a aquel amor de verano justo en el mismo lugar donde entonces. Pero no. Y no porque no se encuentre ahí, sino porque se dedica a alzar a su hermana a modo caballito y a juguetear como críos. Los erasmus y yo los miramos, nos miramos y arqueamos las cejas acompasándolas con un movimiento de cabeza a ambos lados de nuestro eje horizontal, la pose natural de los hombros.

   Leo anécdotas y nomenclaturas del paraje, nos perdemos por los caminos del parque, y todo mientras se escucha un murmullo constante de lenguas indescifrables, producto de visitantes de idiomas dispares que hacen que mis orejotas despunten como lo hacen los perruchos al sentir ruidos desconocidos. Quedan diez minutos para el cierre de las puertas. Anochece. Los erasmus y su anfitriona se adelantan. Yo me caigo al suelo entre tanta piedrecita... él se rie, se preocupa, se aproxima, me levanta, sonríe. Le respondo, me sacudo las manos, le toco la nariz y me muerdo los labios. Y justo cuando me envalentono para besarle, salen de entre la maleza, un grupo de adultos franceses glorificando la forma, el sentimiento y la fuerza del autor en la farola en la que se apoya el amor de mi verano, mi acompañante de conciertos, el hermano de la hermana encantadora, quien pide pastís en El Pastís y el mismo que consigue que mis vistas por la terraza tenga algo más de sentido. Y en ese momento, cuando abandono cualquier propósito, el señorito en cuestión me acaricia el rostro, el cuello y me besa. Posteriormente, se acerca a mi oido y me dice bajito: "La diferencia entre aquel parque y el de ahora es la urgencia del beso".

   Qué importan los transeuntes, los fanáticos de Gaudí, el albero de los recorridos propuestos con sus molestas piedras o la ausencia de un manual para los franceses impertinentes. Qué. Ni la salamandra modernista podría haber impedido que más de seis millones de manitas osadas la toquetearan, ni una farola presuntuosa que me besaran allí, de nuevo.


Lo bueno y lo malo que tienen los aplausos





Andaba yo en uno de mis ratos libres buscando por la web algo que me hiciera sentirme bien, que me armonizara  las orejas y que me ofreciera un poco de calor entre tanta frialdad metropolitana, cuando se me ocurrió la fabulosa idea de curiosear la programación de uno de los bares más activos de Barcelona. Desde que llegué aquí, voy apuntando en una lista lugares recomendados a los que ir, y éste era uno de ellos. Los padres de un amigo mío me hablaron una vez de él. Decían que allí se consagraban los músicos de la época, y también allí, empezaron a toquetearse por primera vez. En esta ocasión mi pretensión era, exclusivamente, disfrutar de un concierto en una pequeña sala. Para mi sorpresa uno de mis cantautores favoritos llegaba el próximo jueves al local cercano a la Plaça Espayna: entrada 10 euros, lugar de prestigio para la música de autor y cercano a casa. Perfecto. Carmencita sale de paseo nocturno.


He ido a muchos focos barbitas guitarreros en Madrid: Libertad 8Buho Real, Galileo…, pero en Barcelona unicamente conocía Mediterráneo. Así que la llegada de mi músico vasco a mi nuevo templo musical, me provocaba no menos que ilusión y hasta cosquilleos ventrales.


Con las entradas reservadas, mi acompañante y yo llegamos cada uno por sus medios y a distinto minutaje a la calle Llançá número 5. Le sermoneo por el retraso, me da una palmadita en el trasero, mientras sigo gruñendo me va arrastrando sin mediar palabra hasta la entrada donde una mujerona de gafas negras de pasta me atiende y tras buscar mi nombre, me entrega mis pases. Nos acomodamos en unos bancos en el lado derecho del escenario justo detrás de una maravillosa y oportuna columna. Él se impacienta, ella se impacienta. Se piden una cerveza y una copa de tinto, respectivamente. Apagan las luces. Comienza el concierto.


Él estuvo encantador y más calvo que de costumbre, pero nunca lo había visto en directo, así que bien. Canturreé sus letras, me emocioné con algunas, hice la llamadita pertinente a las amiguitas con la sonrisa de bobalicona y  conocí a un nuevo músico que traía para promocionarlo en su gira. El único problemilla fueron unas jovencitas no tan jovencitas situadas justo a nuestro lado que no pararon de agotar sus cuerdas vocales en cada temita del, mal supuesto, protagonista de la noche. Anda que imaginarme que mis canciones serían interpretadas por él…¡cómo pude!¡qué imaginación la mía!mare de Déu senyor!no pararon de contonear sus rollizas figuras tarareando sus coros, gritando sus perversiones amatorias al pobre del corderito degollado en el que habían convertido a mi barbitas melancólico. Como venganza extraordinaria y expresa para el momento yo les acechaba con mi mirada de gata felina que no consiste en otra cosa que un mísero ronroneo y un fruncido de ceño, pero eso sí y como dicen en mi tierra, con muy mala leche.


El concierto terminó gracias a las doctrinales normas vecinales que siempre están al servicio para estas buenas acciones, y con ello, la firma de discos y las tres cerditas que con un sólo estornudo tenían aterrado a mi buen lobito bilbaíno. Cuando por fin se fueron y después de haber obtenido mi autógrafo de recompensa, mi acompañante y yo nos fuimos a despotricar con un quebac en mano sobre la  fanfobia compartida. Es increible pero hay fenómenos sociales que no cambian nunca, ni siquiera en la prestigiosa Sala Vivaldi.

El oasis de los pasos perdidos





     Existen multitud de caminos para llegar a este pequeño descanso de laberínticas callejuelas:
  1.  Descender por La Rambla y girar a la izquierda en la calle de los furgones pertenecientes a los Mossos d' Esquadra.
  2. Adentrár en el Barri Gòtic con un mapa, una brújula y el instinto del explorador y periodista Henry Morton Stanley.
  3. Ascender desde el mar sin caer en la tentación de quedarse allí.
  4. Dejar guiarte por los maleantes más inofensivos de la ciudad (nada comparables a una buena y perniciosa familia burguesa catalana, enraizada en la cultura más selecta de Barcelona, por poner...)
     Esta tarde me propuse ataviarme de mi guía National Geographic, un bolso amplio y unos zapatos cómodos para explorar el barrio más antiguo de la urbe. Desde casa hasta Plaza Catalunya tardé en metro unos 25 minutos, algunos segundos más, algunos segundos menos. Tras la tortuosa guerrilla de la civilización subterránea, subí hasta el Portal de l'Angel y transité por el recorrido que me proponía el manual turístico: Plaça de la Vila de Madrid, Carrer Canuda, Plaça Nova, Carrer de la Tapineria...y a partir de ese punto del paseo, impaciente por conocer mis habilidades callejeras, me guié por mi propio criterio de vagabunda media para ahondar por donde me placiese...o placiera.

     Confieso que me perdí. Es una sensación tan tierna la de verte rodeada de gente dispar y pensar que no corres riesgo alguno de tropezar con malos humanitos...porque por suerte, por cada uno de ellos, hay dos Montses, un Pep y tres Martinas que te hacen sentirte resguardada. Y además, contra todo pronóstico, acerté a localizar el oasis perdido, eso sí, con mucha paciencia y algo de fortuna.

  Es sorprendente tanta luz de repente, entre tanta oscuridad gótica allí estaba la Plaça Reial, viva como siempre. La plaza es el vestigio de un antiguo convento, el cual derrumbaron y decidieron sustituir por unas residencias burguesitas en edificios de carácter castellano con matices estilísticos franceses; puro siglo XIX: progreso y pamplinas. Ahora recuerda más a una plaza mayor, con sus arcos, ventanales, terrazas, bares y extranjeros deambulantes. Imagináos: estoy sentada en un banco unipersonal con barritas de hierro de esas que perturban el sueño a los de constitución gruesa (yo aún puedo desenvolverme en 5 cm de libertad espacial); hay numerosos pakistaníes lanzando esos cachibaches brillantes al aire a los que no encuentro ninguna utilidad; justo frente a mí, una fuente de promesas incumplidas, sentados en su borde guiris de pelo rojizo y una libreta en mis manos en la que escribo mis idioteces. Escribo con postura de loto marchito: piernas encrustradas, cabeza agachada sin fluidez sensacional alguna, brazos sobre rodillas, manos sobre libreta, trasero sobre silla, silla sobre suelo...y así, mi opinión sobre estos bancos se torna en  determinante: 5cm no son ni cómodos ni libres.

     Se acerca un tal Joan, encanijado y de pelo cano, con manos tiznadas, ojos caidos y muchos años de experiencia en el juego de la nocturnidad. Me pregunta qué escribo. Le respondo que tonterías. Y se inicia una conversación sobre sus amores de frenética juventud por los rincones del flamenco con una bailaora sevillana, a la que él solía llamar Carmensita. Que le dé recuerdos al Parque de Maria Luisa, me dice tras saber mi procedencia y me asegura, con mirada pícara y mirándome el escote que llamándome cómo me llamo, no puedo ser más que pasional y viva, "muy viva". Yo sonrío, le cojo de la barbilla y le suelto un "Cuídese mucho, Joan, me espera un catalán de los celosos". Y Joan me besa la mano como un caballero, me agradece la conversación, me advierte que "los catalanes son muy celosos de lo suyo, por eso les va tan bien,  así que, Carmensita, apresura no vaya a enfadarse...que también tienen muchos ...cojones". Me voy alejando mientras lo oigo gritar: "Y sigue escribiendo, no vayas a acabar como yo...bebe, ¡pero escribe al menos!". Juro que no miento, ni siquiera exagero.

     Hay días en los que un vagabundo es el mejor de los confidentes y plazas en las que ni el aristócrata puede llegar tan alto como un trasnochador. Hay días en las que una ciudad se vuelve desierto y las farolas de Gaudí se convierten en palmeras y su fuente en oasis. Incluso hay veces, algunas veces, en las que compartir un cigarro con un desconocido es lo único que te hace sentir cerca de tu hogar. Dichosa fatalidad.

Donde morir se hace deleite


     Las noches me parecen hoy algo más vacías cuando recuerdo un martes con tango sin sus frases empapeladas y sin la extraña sensación de la nostalgia por un pasado que quizá, sí fue mejor.

     Bajando las célebres ramblas, por putas, hachís y especímenes rosados de  fácilidad para la embriaguez,  se encuentra en una callecita a mano derecha, C/ Santa Mónica Nº4, un pequeño refugio para otros borrachos de carácter más melancólico; clásicos que se sientan en la barra del bar y esperan a que algún músico les rememore aquello por lo que una vez decidieron desembocar en los mares del, pongamos, pastís. Para aquellos que desconozcan la sustancia de este brebaje alcohólico, deciros que proviene de tierras francesas, más concretamente de Marsella y demás rincones de la Provenza, y que se asemeja bastante al anís; sin embargo, el pastís se diluye en agua (cinco volúmenes de agua por cada uno de pastís) y tiene algo de azúcar.

   Así que, como bien decía, en el barrio del Raval, es común hallar hombres y mujeres perdidos por las fatigas del amor, los infortunios de la vida, los sinsabores del tiempo, que se reúnen en una pequeña cueva donde todavía aúllan los ecos de los ronroneos de Piaf, los atrevimientos de Tita Merello, la genialidad de Serge Gainsbourg, el talento de Charles Aznavour, la descarada Brigitte Bardot, imparable Celia Cruz o una Chavela Vargas siempre desgarradora. Allí, entre esas paredes, enamorados de los grandes pasionales argentinos, mejicanos, franceses o búlgaros brindan una noche más hasta que el corazón diga basta de sentimiento.

   Perdonadme la efusividad, el Bar Pastís me cautivó desde la primera cita. Llegué acompañada, me senté en una banqueta, codo en la barra, manos en las piernas cruzadas, la falda entreabierta. Mi compañero pidió una de las bebidas oficiales y yo me decanté por una copa de cava. Comenzó a colocarse la flor en el cabello una mujer cercana a los cuarenta y tantos, de ojos y boca grandes, mirada de chiquilla, labios canallas, tacones negros y bajos, enfrascada en un vestido negro que culminaba con un bonito chal  de florecitas estampadas. Resuena desde su cuerpo  aquel clásico de Tita y en cuanto pronuncia "se dice de mí...", mi  pulso se acelera y pienso que no existe sitio más adecuado donde mezclar desventuras, tristezas y melodías con el mejor de los amigos para una noche de desagravios.

   En este rincón taciturno suelen recogerse determinados gremios del arte: cantantes, instrumentalistas, antiguas vedettes, tangueros y algún que otro poeta que dejó en manos de la retórica los argumentos para evitar el cierre de un tesoro sentimental. Quieren cerrarlo, se quejan los soñadores; catalanes y forasteros. Quieren  silenciar sus conciertos por considerarlos ruido y molestia. Afortunadamente, de momento, ganó la batalla  un emblema del viejo Barrio Chino, abierto desde 1912. Afortunadamente, esta noche podré regresar a hospedarme por algunas horas en su recodo, allí donde de cuando en cuando,  te dejan morir un rato, un instante...y resucitar más viva que nunca.

Primeras impresiones desde la terraza






     Llegué un martes 22 de septiembre a la nueva terminal 1, sita en el aeropuerto del Prat, provincia de Barcelona, a eso de las 22 horas y con una línea de bajo coste. Maleta de 20 kilos, ruedas, asa, carrito. Equipaje de mano: 11 kilos en una bolsa con dibujos de Mafalda, un bolso negro, diseño de señora, y un libro de Bandidos de Ronda entre las zarpas. Con aire desenfadado, siempre recubierto con antiojeras, raya negra interior en los ojos y una sonrisa a lo Roald Amundsen al desenfundar su bonita bandera noruega en terrenos antárticos.


     Recogida afectiva llevada a cabo con éxito, traslado al nuevo hogar inmejorable y besos familiares, anécdotas rutinarias y descanso en mi recién estrenada cama...triunfante.


     El motivo del traslado desde tierras sureñas al noreste del país se debe a mi calidad como estudiante universitaria con Beca Séneca. Esto es, que el último curso de la licenciatura de Periodismo lo realizo en Cataluña. Por eso, la hermana de mi madre, residente aquí desde hace años, decidió darme cobijo durante mi estancia, ofreciéndome no sólo la garantía del derecho a la vivienda digna, también algo de calor humano.


     Y así me encuentro en el barrio de Sarrià, en una familia de bien, con famosetes en las porterías vecinas y con un acento que me impide pesentarme Carme, aunque quisiera. Me asomo a la terraza por las mañanas y las noches, unas veces para despertarme el ajetreo siempre en movimiento de sus calles, y otras, para observar las luces de las carreteras, los salones de las casas recogidas y las farolas de mi acera.


     Desde aquí puedo volverme algo más cruel, displicente, temeraria, sensible...puedo ser más susceptible, puedo cambiar de pareceres o asentar mis ideales. Creo que este cambio de aires me está sentando bien, muy bien. Después de todo, tan sólo son las primeras impresiones desde una terraza aún desconocida.