Lo bueno y lo malo que tienen los aplausos





Andaba yo en uno de mis ratos libres buscando por la web algo que me hiciera sentirme bien, que me armonizara  las orejas y que me ofreciera un poco de calor entre tanta frialdad metropolitana, cuando se me ocurrió la fabulosa idea de curiosear la programación de uno de los bares más activos de Barcelona. Desde que llegué aquí, voy apuntando en una lista lugares recomendados a los que ir, y éste era uno de ellos. Los padres de un amigo mío me hablaron una vez de él. Decían que allí se consagraban los músicos de la época, y también allí, empezaron a toquetearse por primera vez. En esta ocasión mi pretensión era, exclusivamente, disfrutar de un concierto en una pequeña sala. Para mi sorpresa uno de mis cantautores favoritos llegaba el próximo jueves al local cercano a la Plaça Espayna: entrada 10 euros, lugar de prestigio para la música de autor y cercano a casa. Perfecto. Carmencita sale de paseo nocturno.


He ido a muchos focos barbitas guitarreros en Madrid: Libertad 8Buho Real, Galileo…, pero en Barcelona unicamente conocía Mediterráneo. Así que la llegada de mi músico vasco a mi nuevo templo musical, me provocaba no menos que ilusión y hasta cosquilleos ventrales.


Con las entradas reservadas, mi acompañante y yo llegamos cada uno por sus medios y a distinto minutaje a la calle Llançá número 5. Le sermoneo por el retraso, me da una palmadita en el trasero, mientras sigo gruñendo me va arrastrando sin mediar palabra hasta la entrada donde una mujerona de gafas negras de pasta me atiende y tras buscar mi nombre, me entrega mis pases. Nos acomodamos en unos bancos en el lado derecho del escenario justo detrás de una maravillosa y oportuna columna. Él se impacienta, ella se impacienta. Se piden una cerveza y una copa de tinto, respectivamente. Apagan las luces. Comienza el concierto.


Él estuvo encantador y más calvo que de costumbre, pero nunca lo había visto en directo, así que bien. Canturreé sus letras, me emocioné con algunas, hice la llamadita pertinente a las amiguitas con la sonrisa de bobalicona y  conocí a un nuevo músico que traía para promocionarlo en su gira. El único problemilla fueron unas jovencitas no tan jovencitas situadas justo a nuestro lado que no pararon de agotar sus cuerdas vocales en cada temita del, mal supuesto, protagonista de la noche. Anda que imaginarme que mis canciones serían interpretadas por él…¡cómo pude!¡qué imaginación la mía!mare de Déu senyor!no pararon de contonear sus rollizas figuras tarareando sus coros, gritando sus perversiones amatorias al pobre del corderito degollado en el que habían convertido a mi barbitas melancólico. Como venganza extraordinaria y expresa para el momento yo les acechaba con mi mirada de gata felina que no consiste en otra cosa que un mísero ronroneo y un fruncido de ceño, pero eso sí y como dicen en mi tierra, con muy mala leche.


El concierto terminó gracias a las doctrinales normas vecinales que siempre están al servicio para estas buenas acciones, y con ello, la firma de discos y las tres cerditas que con un sólo estornudo tenían aterrado a mi buen lobito bilbaíno. Cuando por fin se fueron y después de haber obtenido mi autógrafo de recompensa, mi acompañante y yo nos fuimos a despotricar con un quebac en mano sobre la  fanfobia compartida. Es increible pero hay fenómenos sociales que no cambian nunca, ni siquiera en la prestigiosa Sala Vivaldi.