Paraules i vins


   

   Creí que nunca lo encontraría. Jamás pensé que pudiera existir aquel templo dedicado a poetas y amantes del vino. Pero existe. Y si quieres resguardarte un ratito allí, sólo tienes que avanzar por la calle d' Elisabets hasta llegar al MACBA y en la esquina, donde unas cuantas mesas acogen a los turistas, verás un cartel en el que se aprecia a leer: (H) Original.

  Entré buscando un recital de poemas pronunciado por un actor llamado "el malabarista de paraules". Lo primero con lo que me topé fue una salita repleta de libros de poetas catalanes, ingleses, franceses, sudamericanos, contemporáneos o de la generación del 27, del siglo de las luces o romanceros medievales. Estanterías a lo largo del local saturadas de exiliados, premiados, olvidados, abandonados, nóbeles o románticos empedernidos. Sonreí. Me senté. Me dieron una carta con numerosas casas de vino. Le pedí al camarero que me aconsejara. Trajo una copa grande, voluminosa y abombada. Cune, Crianza, Rioja. Aroma, textura y sabor perfectos. Analicé el bar. No llegaba a comprender dónde se celebraba el espectáculo. Según mis contactos cada miércoles se organizaban y allí no había suficiente espacio. Además del vino, las pizarras señalaban tapas recomendadas, algunas expuestas en la barra, donde un señor de pelo largo y cano, de manos limpias, y encamisado, atendía cordialmente los gustos de la clientela. Le pregunté si era cierto que se reunían para leer poesía y afirmó, orgulloso como quien enseña su mejor colección de chapas. Señaló con un paño entre las manos el interior del bar, la actuación se realizaba dentro, tras pasar una sala más grande, acondicionada para almorzar o cenar de un modo más íntimo. Terminé mi copa y me adentré hasta la habitación. Algunos guiris, algunos paisanos y algunos autóctonos cenaban en unas mesas de madera oscura, iluminados por velas blancas y lamparitas trepaderas que escalaban las paredes de bloques de piedra. Consistía en un recinto dividido según qué intereses. Parecía que el solomillo de buey argentino con envoltura de setas de la mesa tres, propiedad de una rubia demasiado rubia, me estuviera hablando de sus muchas cualidades nutritivas.
   Seguí avanzando, como bien me indicó el señor del paño, por un pequeño desnivel que continuaba por un pasillo. A la derecha, la cocina. Un arco a modo de puerta me daba la bienvenida. Tímida e intentando ser silenciosa pese a mis andares torpes y discontinuos me asomé a ver a un muchacho disfrazado de Shakespeare que, sentado en un taburete encima del escenario, recitaba poemas en catalán. Estaba lleno. Las mesas y la barra. Pero avisté una sillita en una esquina y hasta allí me dirigí. Debería pedir una cerveza al menos. Pensé. Pero aún me daba más vergüenza volver a levantarme. Así que me quedé sentadita viendo el recital.
   Eran poesías suyas, sí, del jovencito delgado, perfil griego, de ojos negros penetrantes y catalán, catalán. Algunas eran de tono cómico y otras relataban historias del día a día. Mi nivel de entendimiento llegaba hasta las conversaciones que entablaba con el público pero al profundizar en expresiones retóricas y palabras alejadas del nivel básico 1, curso online facilitado por la Generalitat, mi cabecita empezó a denotar su habitual déficit de atención. Comencé a observar a los espectadores, los ropajes del apuesto actor, su ojos, sus zapatos roidos, los versos tirados en el suelo tras su lectura y su perfecta sonrisa. Y en su sonrisa estaba cuando se acercó a mí y me preguntó algo, algo que por supuesto no entendí, debido bien a mi despiste, bien a mi fijamiento inoportuno por una sonrisa traicionera que se había percatado de mi embelesamiento. La gente se reía. Me puso un cartel sobre la cabeza en el que acerté a leer un refrán típico pero con alguna gracia referida a la crisis. Roja como un tomate de mata agaché la cabeza y se acercó hasta otra víctima. Odio ese tipo de actuaciones en las que se interactúa con el público. Las odio.
   Finalmente terminó su recital con algunas poesías más y la gente y yo le aplaudimos con fuerza. Me acerqué a darle el cartel que había dejado en mi mesa. Me respondió con un merci. Volví a hipnotizarme con sus labios carnosos. Y me sonrió. En ese momento vino una niña de rastas rubias y le besó en los morros. Me sacudí la cabeza y me despedí con un adeu bastante lejano a sonar catalán. Salí del local.
   La poesía tiene que acabar con lágrimas, besos o gemidos pero no con un adeu andaluz. Así que como no nací para finales inacabados me senté en un escalón de la Plaça dels Àngels junto con adolescentes skaters y me inventé un final para esta historia en las páginas de mi cuaderno rojo. Ni el vino, ni las rimas ni las sonrisas perfectas habían conseguido arrancar una frase anecdótica, un beso improvisado o una noche literaria, no obstante, acordé con mi libreta que cada miércoles lo intentaría.

1 comentario:

  1. Gracias por esta crónica. Pero no recuerdo el final con beso en los morros con una chica con rastas.
    El malabarista de paraules

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